Una danza de electrones
EN OTRO PAÍS David Constantine. Trad. Celia Filipetto. Libros del Asteroide. Barcelona, 2021. 272 páginas. 20 euros
Los relatos que componen esta selección guardan un doble y misterioso vínculo, cuya naturaleza acabará por revelársenos. Son, en su mayoría, relatos de excursionistas, de viajeros, relatos que incluyen un viaje, una traslación, un breve desplazamiento inocuo. Son también relatos donde al paso de su lectura (una lectura que obra por acumulación y que sólo en apariencia se nos ofrece como dispersa), son también relatos, repito, donde aflora, lenta o súbitamente, una soledad, a veces desmedida. El hecho de que sea también una soledad llevada con una dócil y púdica amargura, agranda aún más esta aflicción traslaticia e inútil que sobrecoge a sus personajes al tiempo que nos los aclara.
He ahí, probablemente, la vinculación última entre ambos hechos: una soledad que obra su oscura hechicería por medio de la naturaleza, de lo transitorio, de lo soñado, de lo fútil. También de la fuerza inhumana que duerme, que respira, bajo nuestros pies. Acaso el relato más impresionante de los catorce que aquí se incluyen sea el titulado como La cueva, que figura en quinto lugar. Ahí, son dos excursionistas quienes encuentran el amor, al tiempo que descubren, como electrones ciegos, la insignificante anomalía de lo amoroso en el universo. En cierto modo, La cueva es un excelente relato de terror a la manera de Lovecraft, pero sin la esperanza ya de otros seres (bestiales y antiquísimos, pero seres al cabo) que atestigüen la aventura humana; y, desde luego, sin la adjetivación enfática y algo tramposa del genio de Providence.
La escritura de Constantine guarda una engañosa imprecisión cuyo objetivo último es mostrar, en un único hecho, en una escena de cierta significación, el sentido y la oportunidad de cuanto llevamos leído. Lo cual no quiere decir que Constantine sea un escritor de relatos con sorpresa final. Pero sí que en el final se anudan, como al paso, los materiales dispersos –que creímos dispersos– y que entonces adquieren su sentido. Ese sentido radical es el de la soledad. Y en mayor modo, la soledad de aquellos que apuran o dilatan fatigosamente su limosna de años.