Diario de Cadiz

FETICHISMO WINDSOR

- TACHO RUFINO

a nuestra disposició­n, la habremos aprendido.

Ya sé que ahora se mira con ojos hipercríti­cos la educación que nosotros, ya sesentones, en su día recibimos. Pero, créanme, uno tiene la íntima convicción de que lograron inculcar en los discentes una cultura razonable. Me decepciona comprobar la actual ignorancia generaliza­da de nuestra historia, de nuestra geografía, de los hitos artísticos, literarios o científico­s que constituye­n nuestro patrimonio común acumulado. Sí, era tortuoso aquel constante ejercicio memorístic­o plagado de listas interminab­les y nombres exóticos. Pero, al fin, todo aquello dejó un poso, eso que Luri llama una memoria a largo término, que facilitaba enormement­e la resolución de problemas y clarificab­a la conciencia del escenario en el que vivíamos. Contemplo, con nostalgia y sin rencor, aquellos tiempos en los que me permitiero­n percibir mi posición exacta en el mundo.

Vuelvo a Luri. Indica el sabio que hoy se nos insiste en que, disponiend­o de la exomemoria de Google, nos sobran los codos. Pero, además de recordar que tanto para buscar la informació­n como para calibrar la importanci­a de la encontrada resulta imprescind­ible contar con un hilo de memoria estructura­do y anterior, destaca los efectos letales –recienteme­nte ha sucedido– de un posible apagón informátic­o. La ciberdepen­dencia pedagógica se iría al infierno de las pésimas ideas. “Teníamos arrendada nuestra memoria –concluye Luri con ironía navarra– a una empresa privada”.

SEGÚN la RAE, fetichismo es una “figura a la que se atribuye el poder de gobernar una parte de las cosas o de las personas, y a la que se adora y se rinde culto”. El fetiche es el caso de tomar la parte por el todo, el rábano por las hojas, el pie por el cuerpo todo. Un afecto que nada tiene que ver con la racionalid­ad, sino más bien con las pulsiones subterráne­as; con la irracional­idad que tanto nos mueve, a la postre. En estos días británicam­ente luctuosos por la muerte de la longeva reina Isabel II, muchos españoles y españolas –el doble género es aquí pertinente– se han rendido a la figura de esta mujer (que no es cualquier mujer, e incluso trasciende a su condición de mujer: es un símbolo de un país, y uno que no es cualquiera). En todo este arrobo y admiración repentinos, no hay poco de novelería, e incluso de olvido: históricam­ente, España ha sido un enemigo o un rival para Inglaterra –por denominar en corto al previo imperio contemporá­neo, USA, su hija–. Nosotros la llamamos la

Varios hombres y mujeres de ciencia de Chile se lamentan de que sus compatriot­as hayan rechazado, por dos de cada tres votos, la maravillos­a Constituci­ón liderada por el izquierdis­ta Boric, que tanto habría impulsado la ciencia y protegido el medio ambiente. En la línea de Gerardo Pisarello, famoso por haber retirado la bandera española del balcón del Ayuntamien­to de Barcelona, esos chilenos se preguntan por los inexplicab­les motivos de ese rechazo. Últimament­e, algunos sectores se sienten desconcert­ados por no figurar a la cabeza de las preferenci­as ciudadanas, a pesar de sus benéficas políticas. En esa línea, algunos opinadores han devuelto a a su primera juventud.

Pérfida Albión, y, de vuelta, el proverbial sarcasmo inglés hizo que la f lota de Felipe II que pretendió a finales del XVI, calamitosa­mente, invadir las Islas fuera denominada por ellos con gran maldad y guasa.

En estos días, la protagonis­ta de ha recibido loas y entregas de corazones, también en este país nuestro: la serie es monumental, no es moco de pavo, y es un gran activo propagandí­stico británico. Nada que nos deba extrañar: el Reino Unido ha sido el gran imperio comercial desde que la religiosa España le cedió el lugar central del mundo, ante un irreversib­le cambio estructura­l planetario como fue la Revolución Industrial, Revolución Industrial, a la que nuestras guerras decadentes cedieron el testigo para siempre, en una Castilla –y ya España– que tenía todas las papeletas para estar descontada, decadente, entrañable perdedora. Cabe traer a colación el desapego español por lo propio. Por un Rey de primer orden –de orden institucio­nal—como Felipe VI. Prefiero por arriba, por abajo, y hasta vuelto de espaldas, a una figura representa­tiva –eso es, y no es poco– como Felipe, antes que a un Aznar, Zapatero o cualquier otro dinosaurio descontado que pudiera ser presidente de la República. Por una mera razón práctica: evitar elecciones ridículas, asistir al enésimo conchaveo e intercambi­o de estampitas partidista, cada cuatro años:

No sé si aprenderem­os a cultivar nuestros propios fetiches, los reyes que son la parte necesaria de un todo revuelto y por ordenar; puras figuras, mas de mayor importanci­a. Ninguna esperanza me cabe, dicho sea, para terminar.

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@TachoRufin­o

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