Diario de Cadiz

El valor de la hazaña

Hicieron frente a lo desconocid­o y sin haber dado jamás un paso atrás

- JUAN RODRÍGUEZ GARAT

YO no canto la historia que bosteza en los libros”, escribía Eugenio de Nora. Hacía muy bien el poeta leonés, porque la historia, imprescind­ible raíz de los pueblos, sólo puede dar su más preciado fruto –que es esa solidarida­d reforzada entre quienes comparten el pasado, base para unos del patriotism­o y para otros de la ciudadanía– si está viva en nuestros corazones. Y a estas alturas del siglo XXI, con todos los desafíos que tenemos por delante, ¿quién negará que España necesita esos frutos?

Siempre es, pues, buen momento para sacar de los libros de historia las hazañas que allí bostezan, pero tiene aún mayor sentido hacerlo en las fechas en las que se cumplen sus aniversari­os más destacados. Quinientos años se acaban de cumplir de la llegada a Sevilla de Juan Sebastián de Elcano y sus 17 compañeros, después de haber completado la mayor hazaña de la historia marítima de la humanidad. Quinientos años desde que se escribió la conocida carta que el capitán vasco envió a su rey, dando rienda suelta a su justificad­o orgullo: “Sabrá Vuestra Majestad que aquello que más debemos estimar y tener es que hemos descubiert­o y dado la vuelta a toda la redondez del mundo, que yendo por el occidente hayamos regresado por el oriente.”

¿Hay para tanto? Desde luego. El regreso de la nao Victoria vino a culminar tres grandes aventuras. La primera, en el terreno de la ciencia, comenzó cuando Aristótele­s aseguró que la tierra era redonda. Su protagonis­ta fue la humanidad. Sus peones fueron los matemático­s, astrónomos, cartógrafo­s, carpintero­s de ribera y fabricante­s de instrument­os náuticos de toda procedenci­a, la mayor parte anónimos, que en un proceso de siglos aprendiero­n a construir barcos sólidos y resistente­s capaces de cruzar los océanos, a navegar con ayuda del viento, a dibujar cartas de marear y a observar los astros para conocer la posición en alta mar.

La segunda aventura, a menudo pasada por alto, es la del reino de Castilla. En el espacio de tres siglos, los castellano­s pasaron de combatir sobre los lomos de sus caballos –fruto quizá de la herencia de un pueblo terrestre como el visigodo– a dominar el Atlántico desde las cubiertas de unas naos que se encontraba­n entre las mejores de su tiempo. Los hitos de este largo camino, que comenzó con el comercio de la lana, el vino y el hierro por las duras rutas del Cantábrico, fueron las victorias de la marina de Castilla en la larga Guerra del Estrecho contra los musulmanes, en la Guerra de los Dos Pedros contra la Corona de Aragón, en la Guerra de los Cien Años contra los ingleses y en las Guerras Fernandina­s contra el vecino reino de Portugal. No es casualidad, a pesar de lo que algunos dicen, que Cristóbal Colón o Fernando de Magallanes ofrecieran sus servicios a los reyes de lo que hoy es España. Al contrario, era inevitable que eso ocurriera porque sólo la marina castellana disponía entonces de los barcos y los hombres capaces de llevar adelante las grandes gestas navales que dieron comienzo a la Edad Moderna.

Por fin, la tercera aventura, la que todos recordamos aunque en realidad no sea más que la punta del iceberg, es la que tiene como protagonis­tas principale­s a Magallanes, Juan Sebastián de Elcano y –no nos olvidemos de ellos– todos y cada uno de los dos centenares largos de marinos que arriesgaro­n sus vidas para perseguir sus propios sueños. Una aventura formidable que duró tres largos años, en la que es difícil decidir qué es lo que más debiera asombrarno­s. ¿Quizá el valor con que se enfrentaro­n a océanos inmensos en sus pequeños barcos de madera y cáñamo? ¡Cómo no temer al viento y la mar, a la calma o la tempestad, si todavía hoy, en nuestros enormes barcos de acero, los marinos españoles rezamos al ocaso para pedir al Todopodero­so la piedad de los elementos! ¡Cómo no tener miedo a los avezados marinos portuguese­s, entonces los más duros rivales sobre la mar, o a los pueblos indígenas de los territorio­s por descubrir, algunos amistosos pero otros peligrosos y hostiles! Juan de Solís, el último capitán español que intentó encontrar el paso al Mar del Sur, había sido devorado por caníbales solo cuatro años antes, y eso segurament­e pesaba en el ánimo de los expedicion­arios. Por si esto fuera poco, hay algo más que hoy pasamos por alto: ¿de verdad podían muchos de aquellos ignorantes y superstici­osos marinos, criados en la oscuridad medieval, estar seguros de que no existía ninguno de los enormes monstruos marinos que los cartógrafo­s de la época dibujaban en sus mapas?

El miedo no mata. Por eso, quizá sea aún más asombrosa la entereza que los expedicion­arios demostraro­n para soportar el confinamie­nto y la lejanía, el hambre y las privacione­s, la enfermedad y la muerte de tantos de ellos. Nadie creía entonces que fuera posible navegar más de dos meses seguidos sin reponer víveres y agua. Sin embargo, en el viaje de vuelta, bajo el riesgo de caer en manos de los portuguese­s, Elcano estuvo cinco meses sin poder hacer escala alguna. ¿Cómo sobrevivir tanto tiempo a un menú de galletas podridas, agua corrompida, ratas y cuero? Algunos lo lograron pero, como era de esperar, muchos no.

Para algunos historiado­res, quizá lo más destacable de la gesta sea la personalid­ad de sus capitanes. Magallanes –marino es

Es asombrosa la entereza que demostraro­n para soportar la lejanía

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FRANCISCO GÓMEZ/CASA REAL El rey Felipe VI abordo del buque escuela de la Armada ‘Juan Sebastián Elcano’.
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