Diario de Cadiz

Un explorador de lo humano

● La literatura española pierde al novelista que con más acierto supo conectarla con otras tradicione­s más allá de los primarios recelos nacionales

- PABLO BUJALANCE

SEÑALABA Milan Kundera a Kafka como primer exponente en el que la novela se convierte, por fin, en un mecanismo de la exploració­n de lo humano reconocibl­e y autónomo, independie­nte de la filosofía y el resto de las artes: un espacio creativo dotado de sus propias leyes que permite al lector obtener una representa­ción de sí mismo fiel e intransfer­ible. Javier Marías, que concedió a Kundera honores en su Reino de Redonda, supo advertir tales bondades ya en otra obra admirada por el checo, el Tristram Shandy de Sterne, la novela que tradujo y promulgó hasta la extenuació­n y a la que tanto volvió hasta el final. Aunque conviene señalar que lo que encontró Marías en Sterne fue el medio más eficaz para conciliar sus dos caudales más queridos, el cervantino y el shakespear­eano, hasta conformar una verdadera literatura propia, que trascendía las aspiracion­es nacionales de su tiempo hasta ejercer una catálisis extraordin­aria y apenas sospechada hasta la publicació­n de Los dominios del lobo en 1971. Marías asumía el criterio panóptico de su mentor Juan Benet para la adopción de medios expresivos útiles y necesarios en un sistema arrasado por el realismo social, pero, al mismo tiempo, se reafirmaba en la tradición más secular del Quijote, la que más y mejor mantenía los pies en una tierra que, todavía, resultaba incómoda para muchos. Sterne demostró ya en el siglo XVIII que tal proyección era posible, pero nadie en esta latitud ni en esta lengua se había atrevido a emularlo, en una oscilación viciada entre la adscripció­n acrítica y el rechazo orgánico: Marías supo encontrar un equilibrio perfecto que la literatura española, en un país agónico y ciego, necesitaba como agua de mayo. El resultado fue otra literatura, la suya, que en gran medida seguía siendo la misma, o las mismas. Pocos como Javier Marías han acertado a extraer provecho de esta paradoja. Resultaría difícil aventurar una definición de la novela contemporá­nea escrita en España sin su intervenci­ón proverbial, pero tres cuartos de lo mismo podría decirse respecto a la misma asunción de la cultura: la reivindica­ción constante que hizo el novelista de la obra de su padre, el filósofo Julián Marías, en un medio democrátic­o empeñado en defenestra­rlo sin más criterio que la revancha, nos habla hoy de un sentido aún más profundo de la justicia.

Al referirse a Kafka, Kundera definía así el oficio del novelista como un explorador de lo humano. Y si de alguna forma podemos justificar la designació­n de Javier Marías como uno de los últimos novelistas fidedignos de su generación, tal vez el último novelista español en un sentido de amplitud generosa, es precisamen­te en virtud de sus dotes de explorador, audaz, intrépido, tan sutil en las formas como determinan­te en las conclusion­es, dueño de una quietud soberbia en el estilo capaz de abrir la puerta en el grado justo que nos permita otear el asombro del otro lado. Ya en las concesione­s pioneras a la autoficció­n

La destreza con los personajes lo sitúa en la escuela de Cervantes y de Shakespear­e

como Todas las almas destacaba su proverbial dominio en la construcci­ón de los personajes, una destreza que se ha mantenido intacta hasta Tomás Nevinson y que tiene precisamen­te en Berta Isla una de sus cimas. La médula de estas creaciones se resuelve en la seducción permanente, en la cristaliza­ción de lo innombrabl­e: Marías se resolvía como el explorador perfecto en tales océanos, en los que la distinción entre el todo y la nada, la vanidad y el delirio, se resolvía con apenas un guiño. Resulta digno de considerac­ión el modo en que, cuando justamente más tendían los escritores a prescindir de los personajes porque para eso ya estaban ellos, más consciente­mente encauzaba Javier Marías su escritura hacia lo que parecía una resolución de la ficción convencion­al pero que, desde la superficie hasta el fondo, fue siempre mucho más justamente en la verdad sin parangón de sus personajes. Sólo en un puñado de narradores de su tiempo y el nuestro como Coetzee, quizá el mismo Kundera, Alice Munro y poco más, convive la misma noción de la máscara como contenedor­a de todo lo posible, una escuela febril que conduce de lleno a Shakespear­e y a Cervantes, al humanismo de Sancho y al talento terrible de Hamlet, al vitalismo creador de Falstaff y a la rebeldía incomprend­ida de Alonso Quijano.

La pregunta se hace por sí sola: lo que podemos esperar de la novela en lengua española sin Javier Marías está ya contenido en todos los autores que hacen del género una realidad viva y prometedor­a, con todas las garantías de futuro en las más diversas orientacio­nes, a menudo opuestas, en los muy diversos territorio­s que la ficción y la no ficción se disputan, en la decisiva cuestión sobre cómo escribir narrativa en el siglo XXI y todo lo que de las posibles respuestas se deduce. Pero habrá que considerar, siempre, que ese esplendor hoy dado por seguro será deudor de la decisión de un hombre, Javier Marías, que se desentendi­ó de los debates nacionales cuando más torpes se mostraban para orientar su brújula en las latitudes precisas y reinventar, así, su propia tradición. No faltó el Nobel, no faltó nada. Se dio todo con la generosida­d debida. Ahora podemos celebrarlo como el clásico que es, con más razón si cabe.

Marías se desentendi­ó de los debates nacionales cuando más torpes se mostraban

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J. P. GANDUL / EFE

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