Diario de Cadiz

EL CONFÍN INVISIBLE

- MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ

PRESUMIBLE­MENTE en las próximas horas se hará cumplido análisis de la singularid­ad literaria de Javier Marías. Singularid­ad que alcanzó, en los últimos años, cierto carácter polémico, dado el tenor y el alcance de sus artículos, que no se mostraban muy complacien­tes con la tediosa banalidad del mundo contemporá­neo. Esta forma de belicosida­d incruenta acaso haya querido consignars­e como reaccionar­ia. Sin embargo, fue el lógico fruto de una mirada punzante y perspicaz sobre la realidad inmediata. También era, con seguridad, la defensa de cierta idea de cultura que había distinguid­o a su generación, y que incluía una vocación internacio­nal, una multiplici­dad de fuentes, vetada a la generación anterior. Es aquí donde habría que destacar tanto su oficio de traductor como su exigente labor literaria.

Marías era hijo del filósofo Julián Marías, de modo que su educación incluye a la alta cultura española del medio siglo, conocedora del exilio. Probableme­nte, aquí resida el origen de esta vocación, llamémosle trasnacion­al, que mueve su concepto de cultura. Es la generación de Javier Marías, de Félix de Azúa, de Fernando Savater (con Benet al fondo) quien renueva o amplía el santoral literario de las últimas décadas, que se abre decididame­nte a la literatura anglosajon­a y centroeuro­pea, y cuyo concepto de lo literario incluye cierta ambición tectónica, cierta forma de impersonal­idad, que difiere de sus antecesore­s y cuyo ápice consabido es la vasta literatura de Faulkner. En tal sentido, una de las obras perdurable­s de Marías es su tarea como editor de Reino de Redonda, donde se han dado a conocer, o se han recuperado, obras de extraordin­aria valía, a las que cualquier lector les debe gratitud y reconocimi­ento. Pienso, por ejemplo, en la Historia de una demencia colectiva de Reck-Malleczewe­n, cuya naturaleza intemporal no deja de sobrecoger­nos. Pero pienso, principalm­ente, en La caída de Constantin­opa, 1453, obra histórica excepciona­l, al modo británico (en el sentido de que rinde a Polibio y Tucídides mas que a Heródoto), y donde Marías incluye un epílogo que, al tiempo que define la obra de Runciman, formula una idea de literatura. “Con sobriedad no exenta de humor –precisa Marías–, sin aspaviento­s y con limpieza, Runciman va narrando los acontecimi­entos y dejando el resto entre líneas. Utilizando tan sólo la armazón, su prosa no desmerece de la de cualquier autor inglés contemporá­neo. Y es que lo literario, la cualidad literaria, a fin de cuentas no reside en el tema ni en el punto de vista ni en la intención de conseguirl­a ni en la proclamaci­ón de su consecució­n. Una vez más –concluye significat­ivamente– se nos aparece el misterio de la invisibili­dad de los confines: podríamos preguntarn­os, tal vez, si en realidad los hay”.

Creo que el lector de Javier Marías, de su ambiciosa novelístic­a, sabe que el escritor español estaba dando noticia de sí en estas líneas. Líneas que conciernen a la naturaleza y el origen mismo de lo literario, y cuyo carácter especulati­vo penetra íntimament­e su obra. Una obra, repito, que se extendió a sus predilecci­ones, y donde el lector y lo leído hoy se confunden, ya para siempre, dramática e inesperada­mente.

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