Diario de Cadiz

“Destino Atocha Almudena Grandes”

● El autor relata su gran experienci­a en la capital gaditana hace unos días: “Aquí está todo bello, tan viejo, tan interior y tan plácido, que todo parece recién inaugurado, como los buenos libros”

- JUAN CRUZ RUIZ

SALGO de Cádiz, y bien que lo siento. La primera vez que pisé la Península hice el viaje de vuelta desde esta ciudad maravillos­a. Venía de Barcelona-Elche-Marbella-Algeciras, y acompañaba a dos locos que ya no están enamorados. El viaje en barco, pues, fue tal infierno que lo interrumpí en Gran Canaria, para seguir por aire a Tenerife, el destino final. Pero Cádiz, ah Cádiz.

Aquí todo está bello, tan viejo, tan interior y tan plácido, que todo parece recién inaugurado, como los buenos libros, aunque sean viejos. En este caso estuve menos de veinticuat­ro horas, perdí una bufanda marcada con mis iniciales, JCR, que me regaló un inmejorabl­e amigo tinerfeño, hablé para un grupo muy amplio de gaditanos en la casa que fue de José María Pemán, cené con buenos amigos en un restaurant­e en el que sirve Juana, una tocaya de mi madre.

Esta Juana de Cádiz no dejó de ser en todo momento una gaditana audaz, alguien que encadenaba una gracia con otra. Como dijo una de las amigas, no sólo recitaba gracias recién salidas de su cabeza de invencione­s, sino que además llevaba por dentro, sin cesar, reflexione­s muy sabias acerca de la soledad, el tema de nuestro tiempo y, sobre todo, el asunto que subyace entre lo que decimos para entretener a los otros aquellos que hablamos mucho.

De regreso al hotel (¿por qué no hay agua en los minibares de los hoteles? Ya se sabe que son minibares, pero ¿por qué al menos no tienen un frasquito de agua?) tuve la nostalgia de ver la televisión, aquella compañera, y observar que los periodista­s (los que estaban en la pantalla, yo mismo cuando me toca) seguimos simulando a diario que sabemos lo que pasa en Wisconsin antes de que nada suceda en Wisconsin.

Que me perdone Xavi Fortes, a quien admiro con pasión, pero había sido un día tan agotador que caí rendido, con la 24Horas encendida, y sólo a las tres de la madrugada (hora en que no recomiendo que vean nada que nos les dé sueño) me di cuenta de que tenía el mando en la mano y el sueño sobresalta­do.

La mañana lo arregla todo en Cádiz. La ciudad está puesta desde muy temprano, pero las tiendas tienen su pausa. Por la noche mis nuevas amigas, Pepa y Eva, me enseñaron una tienda que tan solo por su nombre me pareció maravillos­a, hasta que, al fin, a las diez y media, que es cuando abren, comprobé que tras su nombre, Maspapeles, se reconoce el amor por todo lo que yo preciso, incluso compré allí una bufanda que se acerca a la calidad y al calor que daba, ay, la que perdí por mi mala cabeza. Compré estuches, cuadernos de todos los tamaños, me comporté tan bien conmigo mismo que luego me invité, a solas, a un café y a otro café y a otro café, y finalmente me quise tomar un mollete con jamón ibérico.

Mientras venía en la bandeja me pareció (este es el título de una novela de James Baldwin) que el mollete era pálido como la tumba en la que yace mi amigo. Pero al ser depositado ante mi por la camarera sin voz que me servía aquel pan adquirió el aire de un manjar, gracias a cuyos efectos recuperé el ánimo, acariciand­o, por cierto, la nueva bufanda recién estrenada.

Delante de mi dieron las once en la plaza grande de Cádiz, junto a la casa que fue de Pemán. ¡Esas campanadas! Antes las asociábamo­s a los rigores de las iglesias, pero oídas junto al Atlántico estas campanadas son civiles, como la historia grande de la ciudad desde las que suenan. De pronto vi merodear a mi alrededor a una familia de mayores, y los hice sentar en mi propia mesa, total, les dije, ya estoy acabando, y me fijé en que aquellos señores necesitaba­n, mucho más que yo, estar sentados.

Fui tan feliz en ese breve contacto con la calle de Cádiz que de pronto me dieron ganas de vivir aquí para siempre, y le envié un mensaje a mi jefa, Nekane, que ha estado unos días de baja por traiciones leves de la salud. Le quería preguntar no sólo por su salud, que ya está curada, sino por una tontería: ¿puedo quedarme en Cádiz, estaría bien que aquí fuera otra vez un Fernando Fernández o un Augusto Delkáder, un redactor de noticias o de ocurrencia­s? ¿No saben quiénes son? Díganme, y si la ocasión lo permite pronto les diré aquí mismo quiénes fueron estos héroes de leyenda del Diario de Cádiz.

Total, que me vine a la estación. El taxista lo metió todo en el maletero, lo que compré y lo

El dialogo con el taxista fue este: “¿Cuánto se tarda a la estación?” “El tiempo de llegar”

que traía conmigo desde Madrid (un libro sobre el chapapote que destruyó la costa gallega hace veinte años, Manuel Rivas y José María Pereiro al frente de la edición), y llevado de la confianza gaditana le pregunté al hombre al volante cuánto se tardaba hasta la estación. El diálogo fue este:

-¿Cuánto se tarda a la Estación?

-El tiempo de llegar.

Creyó que yo me había enfadado por qué le pregunté si eso se le había ocurrido ahora o lo había escuchado de chico, hasta que miró hacía atrás y observó que yo sólo tenía buenas intencione­s. Entonces nos reímos juntos, me dio la mano y me dijo: “Me llamo Juan”. Ya como hermanos.

Me subí al tren. Nada más iniciar la marcha escuché este mensaje: “Tren destino Atocha Almudena Grandes”. Ayer fue el día de la Almudena. Durante años, esa fecha me tenía desde temprano avisando a amigos de Tusquets (Toni López, ahora Juan Cerezo, ahora Luis García Montero) del amor común por la tan querida Almudena. Ahora que escuché su nombre como un emblema de estación de tren me pasó algo que describe mejor que nadie Pepe Hierro en un verso muy querido. “No he dicho a nadie que he estado a punto de llorar”.

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Imagen de la plaza de San Antonio.
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