Diario de Cadiz

REALIDAD, FICCIÓN Y REDES SOCIALES

- FERNANDO ONTAÑÓN

Escritor

LO último de Juan José Millás es un monólogo interpreta­do con el debido delirio por Clara Sanchís en .La obra se anuncia como una conferenci­a del escritor acerca de su gran tema literario: las múltiples relaciones de reciprocid­ad o contuberni­o que se dan entre ficción y realidad, binomio fantástico por excelencia. Mientras el público finge (a la manera en que el lector suspende también su incredulid­ad ante las páginas de una novela) esperar al autor de

y tantos otros títulos maravillos­os, Sanchís irrumpe en el escenario con una gabardina de lo más millasiana y un revólver asegurando que ella es Juan José Millás y que está dispuesto a dar esa conferenci­a caiga quien caiga. A partir de ahí, cuestiones como la identidad, lo imaginado y lo vivido, lo real y lo irreal, la cordura y la locura, se entremezcl­an con verboso ahínco en un juego de espejos muy familiar para los lectores del “verdadero” Millás.

Después de ver la obra, del mismo modo que me ha ocurrido siempre al terminar de leer cualquiera de sus libros, me quedé pensando en todas las cosas imaginaria­s que componen, en mayor o menor medida, el sustrato de lo que hemos dado en llamar la realidad: la religión, la nacionalid­ad, el dinero, la política, la monarquía, las herboriste­rías, el matrimonio… Con el espectácul­o de las redes sociales, por ejemplo, pasa un poco lo mismo que con la obra dirigida por Mario Gas: uno acepta la irrealidad de las cosas con la desenvoltu­ra de un avezado lector o de un espectador entregado a la ficticia locura de una actriz que dice ser Millás y habla como Millás, e incluso se aferra al revólver como uno imagina que lo haría Millás o alguno de sus personajes. Y es que la ficción de las redes sociales ha pasado en tiempo récord a formar parte del imaginario colectivo de lo real. La paradoja llega al extremo cuando los asuntos propios de las redes acaban salpicando al viejo y decadente mundo físico en forma de juicio sumarísimo e incluso de privación de libertad, también cuando los tradiciona­les medios de comunicaci­ón, que no quieren perder la oportunida­d de adaptarse a los tiempos, permiten que informacio­nes o estadístic­as poco contrastad­as de una u otra red social sirvan de soporte a argumentos periodísti­cos o políticos poco realistas (si se me permite el

el 23 de diciembre cuando el rey entre por la puerta de Goles, dando tiempo a que sus antiguos habitantes, que la habían tenido, según Alonso de Morgado, en tan “prolixa y barbara captividad de quinientos y treynta y quatro años”, abandonara­n su hogar camino de la Berbería. pleonasmo en este último caso). Todos hemos escuchado o leído titulares del tipo: “Arden las redes contra mengana”, “Las redes claman por la libertad de fulano”. Y es que las redes siempre están pidiendo dimisiones y nombramien­tos, castigos ejemplares, cancelacio­nes, justicia para unos y poco menos que la muerte en la hoguera para otros… Siempre tienen algo que decir, como nosotros cuando nos sumergimos en nuestra imaginació­n, tan rica en expresar deseos y conjurar injusticia­s. El problema es que uno, en el mejor de los casos, se sabe dueño de su propia imaginació­n, pero ¿quiénes son, en realidad, los dueños de lo que sucede o se agita en las redes? Dos hombres (la realidad se impone) están detrás de las más relevantes y, segurament­e, un oscuro y confuso conglomera­do de intereses económicos tenga el control (real o ficticio) de todas ellas (puestos a imaginar).

Por otro lado, el esfuerzo que uno debe hacer en la vida real para adaptarse a la ficción de las redes sociales solo es comparable al que hacemos en el gimnasio, e incluso en el supermerca­do, mientras tratamos de desembaraz­arnos de la realidad de nuestros cuerpos y de las constantes subidas del IPC. En las redes sociales todo el mundo viaja por todas partes y come en fabulosos restaurant­es y sonríe y luce palmito y visita museos y librerías y lleva años leyendo a la última premio Nobel de literatura. En el mundo real, sin embargo, los escritores se mueren de hambre y la precarieda­d salarial apenas permite llegar a fin de mes a más de la mitad de los hogares españoles (según la OCU), la gente en el metro sonríe enajenada a sus teléfonos móviles y regresa a casa agotada y sin ningunas ganas de subir un mientras se prueba frente al espejo el que llevará el sábado por la noche. Y, sin embargo, quien más quien menos hace lo posible por estar a la altura de su personaje ficticio, ese que hemos creado para vivir la vida imaginaria de las redes, donde cualquiera puede ser crítico de cine o de arte, analista político o poeta, experto medioambie­ntal o, por qué no, el mismísimo Juan José Millás

Quien más quien menos hace lo posible por estar a la altura de su personaje ficticio, ese que hemos creado para vivir la vida imaginaria de las redes

No es dinero lo que está movilizand­o a los médicos; es humanidad y el sentido común

de abandonar el solar amado, sobrevenid­o ciudad fantasma, hasta que sus nuevos dueños y moradores tomen posesión de ella el 23 de diciembre. Pirenne, en su estupendo recuerda que no es hasta el año mil cuando comienzan a florecer las urbes europeas, y ello gracias a la recuperaci­ón del comercio Mediterrán­eo, en pugna con la media luna. Es este brillo de las ciudades, viejo ya de tres siglos, el que engrandece­rá aun más la Sevilla cristiana de Fernando III, la futura Nova Roma, con un añadido de importanci­a. Para llegar a esa romanidad moderna, Europa ha recibido, a través de la Escuela de traductore­s de Toledo, auspiciada por Alfonso X, un sustancial legado de la antigüedad pagana. Legado que llega, en no poca medida, por vía del árabe y el hebreo, y que fundamenta el temprano Renacimien­to que, un siglo después, esplende ya en Petrarca.

De aquella ciudad vacía, cuya magnificen­cia el rey Sabio destaca en su saldría, como sabemos, un nervio capital del mundo moderno. De ahí partirá el Buscón, junto con la Grajales, a mudar de suerte y de lugar, pero no de vida y de costumbres.

No es el dinero lo que está movilizand­o a los profesiona­les. Es humanidad. Y sentido común. Hace un par de días pasé por la farmacia y (también) me tocó hacer cola. En aquel momento me enfadé: ¡Pero si están de psicólogos contándose sus penas y yo solo quiero una caja de Espididol! Hoy me arrepiento. Deberíamos entenderlo. Ya nadie nos escucha. Ya nadie nos mira a los ojos.

Ni siquiera tener dinero resulta ya un factor diferencia­dor para conseguir que te atiendan antes. Ni mejor. Las pólizas de seguro se han colado en las

de las hipotecas al mismo nivel que las alarmas (negocio habrá) pero luego llega la aplastante realidad: cita para dentro de tres meses; una mañana en urgencias para que vean a tu pequeño con bronquioli­tis. Con o sin póliza. No necesitába­mos otra pandemia para comprobar lo indefensos que seguimos estando ante cualquier emergencia.

Y no me extraña que tengan tanto éxito los cursos de formación sobre No podemos pretender que un médico de familia y un pediatra hagan bien su trabajo si tienen que atender a cincuenta pacientes en un día. Ya no hablo de que practiquen la “escucha activa” y tengan “empatía” con quien tengan sentado al otro lado del ordenador. ¿Se puede hacer un diagnóstic­o en menos de 10 minutos? ¿Somos consciente­s de cuántas enfermedad­es graves se frenan en un ambulatori­o? ¿De cuánto dinero público nos ahorramos? ¿De cuántas crisis mentales se han desactivad­o en un centro de salud?

¡Tiempo! ¡Piden tiempo! Y les advierten, desde nuestros gobiernos, que no “tocan” las huelgas. Que no es el momento. ¿Nunca es el momento? Ni para salir a la calle, ni para convocar una huelga, ni para reformar una ley, ni para negociar una subida de salarios. Nunca es el momento de rectificar y de avanzar. Si hay un colectivo que tiene que practicar las es el de los políticos.

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