Cuentos de hadas mecánicas
En ‘Fábulas de robots’, Stanislaw Lem ahonda en sus obsesiones en un contexto más épico y legendario
Poco cabe añadir nuevo sobre la figura de Stanislaw Lem: clásico de la literatura polaca, clásico de la ciencia ficción, mirado de reojo de una y otra parte por ocupar esa incómoda tierra de nadie que media entre la cultura seria y la de rebajas. Obviando gozosamente un montón de convenciones estúpidas, Lem consideró que se podía hacer literatura de verdad, de la buena, inmortal y eso, aun consagrándose a un género popular, y eligió arropar sus reflexiones sobre el ser humano, el destino del mundo y el sentido de las cosas en naves plateadas, calculadoras gigantes y monstruos de muchos ojos. Algo que, como digo, sigue granjeándole enemigos de un bando y otro: para la academia, tanto rayo láser da calambre; para el las reflexiones existenciales están de más en el rato de relajo sobre el sofá.
Cierto que el propio Lem no trabajó precisamente para suturar esa brecha. Él mismo era consciente de estar realizando algo artística y moralmente superior a los folletines de tres al cuarto que se producían al otro lado del Atlántico, y eso motivó su ruptura famosa con la SFWA (Asociación de Escritores de Ciencia Ficción yanquis), de los que salvaba sólo los de Philip K. Dick. Pero probablemente, al hacer ciencia ficción, el polaco pensaba en otro tipo de referentes y perseguía metas distintas a los de sus competidores de las revistas Heredero de lo que hoy se califica literatura especulativa, de los apólogos y juegos de espejos de Swift, Voltaire, Huxley, Zamiatin, Lem concebía el relato espacial como una invitación a la reflexión antes que a la aventura: un modo de atacar problemas políticos, sociales, intelectuales del presente reflejándolos en la pantalla deformante de la fábula intergaláctica. De ahí que, más que ninguna otra obra, la suya, pese a los decorados y el papel de aluminio, deba leerse en una clave simbólica análoga a la de los cuentos de hadas o los viejos mitos artúricos.