PREPARÉMONOS PARA EL RUIDO
las dos Españas, como si el pasado no nos hubiese enseñado ya a qué cimas de crueldad y de horror nos lleva ese camino del conmigo o contra mí. Y miren que tuvimos una ocasión inmejorable de romper tal dinámica destructiva: la Constitución de 1978 intentó superar, con generosidad y tolerancia, la inviabilidad de una tierra infectada de cainismo. Hoy, aquella coyuntura sufre el descrédito de una clase política que cree sobrevivir mejor en el antagonismo y alienta, de nuevo, nuestros instintos más brutales.
Los llamamientos a la sensatez parecen destinados al fracaso. En palabras del politólogo Fernando Vallespín, la democracia está desnuda cuando se desvanece la
auctoritas, el viejo principio romano que legitimaba las instituciones a partir de la experiencia y el conocimiento. Ahora cualquier recién llegado a la política tiene una teoría del Estado que convierte a Maquiavelo en un advenedizo. Armados de un extraño relativismo moral, nuestros dirigentes utilizan la posverdad para avivar el fuego de un maniqueísmo pueril que envenena el alma de la nación y le niega toda opción de futuro.
Anda uno harto de hordas narcotizadas, de jefecillos de tercera, de egos inmensos a los que, para su mayor gloria, poco les importa que arda Roma. Nuestra democracia está, una vez más, rota. Estos canallas quizás aún no comprendan que pasarán a la historia no por desenterrar, con saña o con nostalgia, dictadores, sino por enterrar la ilusión de un pueblo que quiso y pudo vivir al fin en paz.
MI compañera de páginas Carmen Camacho escribió por aquí que no se debe comenzar un texto con un “Vaya por delante que...”. Tiene más razón que una santa, pero me rebelaré por esta vez, dado que el asunto es espinoso, o sensible, como se dice ahora con frecuencia (de tal uso cabe discrepar: no son sensibles los asuntos, sino los seres vivos, y quizá los termostatos y demás cacharros).
Vaya pues por delante que no soy partidario de las maneras de las navidades contemporáneas, no las aprecio. Aunque sin mayor militancia, sí los soy de la Navidad como celebración familiar y cristiana y de la ilusión por la renovación del nacimiento del Niño Jesús, y del viaje hacia Él de los Reyes Magos. Con esos cuatro días (Nochebuena, Navidad, Cabalgata, día de Reyes) me bastaría. El resto es ruido. No sólo ruido de atracciones callejeras, Cortilandia y villancicos gota malaya en los establecimientos comerciales (no me entran en “ruido” los entrañables coros
callejeros). Hay otro ruido, que responde a su moderna acepción de perturbación e interferencia de los mensajes importantes.
Dicho esto –otro cliché estilístico que Camacho reprobaría, con buen criterio–, que sean ruido las reuniones continuas de estrambote gintónico o la masificación de las zonas comerciales no puede parecernos mal si observamos más allá de nuestros ombligos y manías y concedemos que ese consumo de urgencia e irracionalidad –consumismo, si quieren– es beneficioso para la economía local y para muchos ciudadanos. Pero, con permiso de la novela de Manuel Vicent y de su alusión a Mozart: “No pongas tus sucias manos sobre la Navidad”. Compremos lo que queramos; puede ser que cuanto más compremos, mejor... pero podemos evitarnos el identificar nuestro calentón de tarjeta con los buenos sentimientos propios y comunes, de forma que en vez de renovarlos o revitalizarlos los impostamos y embarramos. De forma fugaz y fútil, para colmo.
Los olores, si son sintéticos y marketinianos, también son ruido, ya puestos a estirar a la palabra. Dejemos fuera al de las castañas asadas –¿acabará habiendo franquicias del ramo?–, y preparémonos para sufrir la sorda acometida de los perfumes corporativos que se expelen en un abrir y cerra de puertas automáticas. Aunque, con humildad y algo de indulgencia, cabe pensar que esas pestes artificiales nos evitan otras de la humanidad, el cante a vestuario. Animémonos a creer que, a pesar de todo y en nuestra inconsciencia festera, seremos redimidos de los continuos vaivenes de nuestra existencia. Ojalá fuera así. Y por qué no iba a serlo.