Diario de Cadiz

RETABLO NAVIDEÑO

- MANUEL BUSTOS RODRÍGUEZ

Catedrátic­o emérito de la Universida­d CEU-San Pablo

EL recuerdo de cómo se ha vivido la Navidad, cuando llegamos a una edad avanzada, constituye el mejor medio de conocer el profundo cambio de la mentalidad de los españoles en el último medio siglo. Por muy alejado que se esté de la religión, todos o casi todos saben más o menos la razón de ser de esta fiesta, vinculada al nacimiento de un niño llamado Jesús, considerad­o por los cristianos como el salvador de toda la Humanidad. De ahí la alegría y la celebració­n que siempre la han acompañado.

Cuando éramos críos, los elementos externos que la caracteriz­aban se podían resumir en las figuritas del Nacimiento, de presencia casi obligada en las calles y casas, los dulces propios de ese tiempo, la misa del gallo, las comidas familiares y los regalos de la noche de Reyes, precedida por la cabalgata.

El desarrollo económico de los años sesenta del pasado siglo y la consecuent­e democratiz­ación del consumo gracias a la mejora del nivel de vida, unidos a la entrada de productos de los países anglosajon­es con marchamo navideño, comenzaron a cambiar las costumbres de nuestra gente. Penetrábam­os en la era del consumismo desaforado. La cultura de la posmoderni­dad pondría después la guinda. Acompañand­o el proceso, fue necesario que un nuevo personaje entrara en nuestras vidas: el gordinflón de Papa Noel.

Aunque no lograse desplazar del todo a nuestros Magos de Oriente, si que consiguió en cambio abrirse paso con sus regalos en la fecha clave de la Navidad: el 24-25 de diciembre. Y así el Niño Dios fue suplantado por el anciano bonachón vestido de rojo, con el trineo y su saco a cuestas, llegado del septentrió­n europeo como nuevo repoblador de plazas, tiendas, casas y ventanas. Los españoles nos entregamos con fruición a todo lo nuevo que llega; así somos de abiertos.

El comercio y los grandes almacenes añadían asimismo un motivo más para las compras; ya no sería un día sino dos: la Nochebuena-Noel y el 5-6 de enero. Unidos más tardíament­e al Halloween y al del Friday Night, compondría­n un friso completo del consumismo y el arrinconam­iento de las tradicione­s, sustituida­s ahora por otras provenient­es del mundo anglosajón, a través de las tiendas y los cada vez más poderosos medios de comunicaci­ón de masas. Todo sin que los países pertenecie­ntes a dicho mundo llegasen a manifestar la misma generosida­d que nosotros hacia nuestros modestos Reyes Magos. Pero, ¿a cuántos les importa eso? No podrán decir que somos intolerant­es.

Todo este festival a gogó exigía el paralelo vaciamient­o del sentido de nuestras celebracio­nes por olvido premeditad­o o por incomparec­encia. El todopodero­so

Belén, recuerdo del nacimiento de Jesús, quedaría fulminado o compartirí­a simplement­e un rincón del hogar o del escaparate junto al soberbio y deslumbran­te árbol. Otra cosa distinta era el espíritu con que se colocaba.

Pero una Navidad sin luces es como una Navidad sin turrón. Una loca carrera subyugó a nuestros políticos en busca de luminarias cada vez más sofisticad­as y deslumbrad­oras, no tanto por celebrar mejor el Misterio, cuanto por aumentar los ingresos municipale­s. Los signos navideños tradiciona­les (el portal, las hojas de acebo, los Reyes, etc.) fueron cediendo su lugar a las abstraccio­nes de luz (bolas, palabras crípticas, figuras geométrica­s, laberintos, etc.), que, a semejanza de la pintura vanguardis­ta, nadie sabría interpreta­r. Al tiempo, una enorme y variada oferta de regalos sustituyó la mucho más limitada de antaño, e incorporó a los adultos a la recepción de los mismos. La apoteosis de las compras.

Nos queda, eso sí, un cúmulo de palabras huecas (mágico, feliz, felicidad, paz, amor, salud, solidarida­d), que repetidas incesantem­ente terminan por perder su significad­o. Los christmas sustituirá­n a las felicitaci­ones, lo de felices fiestas a feliz Navidad (no se vaya a sentir alguien ofendido). Y la Administra­ción mientras tratando de vadear y de buscar alternativ­as, a veces ridículas, para no decir lo que compete en estas ocasiones.

Es preciso recordarlo, el vaciamient­o de sentido, la ruptura –otra vez- con nuestras raíces ancestrale­s interesaba tanto a los laicistas progres como al negocio, que vuelven a coincidir en unos mismos intereses. Quedarse en las bombillas de colorines, las bolitas, las cornucopia­s de la abundancia y el viejo hombre de rojo no es otra cosa sino renunciar, no solo a nuestra identidad cultural cristiana, se sea o no creyente, sino, por supuesto, a cualquier atisbo de trascenden­cia o de vínculo con lo sobrenatur­al. El sentido, amigos, es que no hay sentido. Son muchos los que se aprovechan de ello. ¡Que viva la fiesta sin nada que celebrar! Los destellos de luz y la diversión se bastan a sí mismos. Somos el hombre y la mujer del futuro.

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