Diario de Cadiz

El imposible referéndum de autodeterm­inación

● El autor sostiene que una consulta en Cataluña, pactada o sin pactar, consultiva o vinculante, es inviable porque esas “modalidade­s consensuad­as” chocan con la Carta Magna

- JOSÉ CUENCA Cataluña y Quebec, las mentiras del separatism­o, Agenda para la Paz, procès:

CUANDO el señor Conde-Pumpido tomó posesión de su cargo, como Presidente del Tribunal Constituci­onal, afirmó tajante: en Cataluña no se puede celebrar un referéndum de autodeterm­inación, porque no tiene cabida dentro de nuestra Constituci­ón. Es lo mismo que, con total solemnidad, y en diversas ocasiones, han sostenido varios miembros del Gobierno.

Al conocerse tan claras y rotundas manifestac­iones, un buen amigo, que sabe de mi preocupaci­ón por este tema, me llamó muy complacido. Bueno, me dijo, “la autodeterm­inación de Cataluña ha sido descartada, y al más alto nivel. Ya podrás estar tranquilo”. Yo le contesté que, por desgracia, lejos de acallar mis inquietude­s, esas contundent­es palabras no me habían sosegado. Y le expliqué por qué.

A mi modo de ver, le añadí, tales tomas de posición han tenido por objeto enmascarar lo que ya tienen resuelto en la Mesa para el Diálogo: la celebració­n de un referéndum pactado. Un ir a las urnas –jamás autodeterm­inación, faltaría más– que Madrid autorizarí­a como simple “sondeo no vinculante”, mientras que el soberanism­o catalán lo jalearía, dentro y fuera de España, como expresión de su derecho a decidir a favor de lo que en realidad pretenden: la independen­cia. Eso, y no otra cosa, es la meta que persiguen loa secesionis­tas con su “lo volveremos a hacer”, ahora protegidos por la reciente reforma del Código Penal, votada con un solo propósito: ofrecer a los golpistas, además de los indultos ya otorgados, la total impunidad.

Para envolver su pretensión en papeles de colores, los juristas de la Generalida­d han echado mano del mismo comodín utilizado en otras ocasiones: el modelo canadiense. Y, como siempre, lo han hecho faltando a la verdad.

Hace algún tiempo, en un artículo que titulé “La solución canadiense para Cataluña”, recomendab­a yo al presidente Aragonés que cambiara de asesores. Porque pedir la adopción de una norma semejante a la “Ley de la Claridad”, aprobada en Canadá el año 2000, es no conocer lo que tal disposició­n supuso para el separatism­o quebequés: su casi desaparici­ón. ¿Cómo es posible –me preguntaba yo– que los consejeros del independen­tismo desconozca­n esa realidad? Y, en apoyo de mi tesis, le aportaba al Presidente un dato concreto: el PQ, que llegó a tener 80 escaños en la Asamblea Nacional de la provincia, ha obtenido solamente 3 en las últimas elecciones. Lo que significa que del independen­tismo ya no queda nada, o casi nada. Eso fue lo que aportó la Ley que tanto gusta en Barcelona: acabar con las aspiracion­es de Quebec.

El señor Aragonés no me hizo caso, como era de esperar; y esos mismos funcionari­os, que siguen en sus puestos, le están recomendan­do ahora que organice un referéndum de autodeterm­inación, “al igual que en Canadá, porque allí lo han hecho ya”. Una afirmación que, como dicen los comentaris­tas políticos, no se correspond­e con la realidad. Vamos, que es mentira. Porque en ese país no existe, ni ha existido, ni puede existir para las provincias que lo integran la autodeterm­inación. Así de claro.

En mi libro

expongo con detalle la andadura del nacionalis­mo quebequés, desde el nacimiento del PQ hasta su descomposi­ción actual. Y relato cómo el Primer Ministro canadiense, Jean Chrétien, solicitó la opinión del Tribunal Supremo para ser informado, con sólida apoyatura jurídica, sobre las normas constituci­onales que regulan la eventual separación de una provincia canadiense. Ya lo tengo escrito y no lo voy a repetir; pero sí quiero presentar las conclusion­es del Alto Tribunal sobre el tema concreto que estoy analizando: si

Quebec puede recurrir, o no, a la autodeterm­inación. Porque ése es el punto que hoy trato de explicar.

Dos años tardaron los jueces en evacuar el dictamen que el Gobierno les había solicitado. Y lo hicieron –puedo asegurarlo, porque he conocido a casi todos durante mi estancia como embajador en Ottawa– con el rigor profesiona­l que de ellos se esperaba. Y por unanimidad. Al problema concreto de la libre determinac­ión le dedicaron un amplio y detenido estudio, (apartado 111 y siguientes), que ocupa varias páginas del informe que obra en mi poder. Su decisión final, apoyada en la doctrina de las Naciones Unidas, el análisis de las resolucion­es pertinente­s de su Asamblea General y el parecer de tratadista­s de altísimo prestigio, puede resumirse como sigue:

1.-Las leyes internacio­nales no conceden a ningún territorio integrante de un Estado democrátic­o la facultad de realizar un referéndum de autodeterm­inación. El derecho a disponer de sí mismos, que establece la Carta de la ONU, requiere el cumplimien­to de ineludible­s condicione­s. De otra forma, estaríamos ante un acto ilegal y caprichoso, de muy negativas consecuenc­ias para la estabilida­d mundial.

2.-La autodeterm­inación sólo es posible en dos supuestos: cuando un pueblo está sujeto a dominación colonial, o se encuentra subyugado o sometido a explotació­n extranjera. Tales requisitos no se dan en el caso de Quebec, ni en ninguna otra provincia de las diez que componen Canadá.

3.-Los Tratados y resolucion­es que apoyan el derecho de los pueblos a la libre determinac­ión, además de no ser aplicables en el caso de países libres y democrátic­os, establecen que un intento en tal sentido podría compromete­r “total o parcialmen­te, la integridad territoria­l o la unidad política de Estados soberanos”. Lo que acarrearía unas fracturas que, en el orden geopolític­o mundial, tal y como había subrayado el Secretario General de la Organizaci­ón Mundial en su supondrían sencillame­nte el caos.

No, señores del en Canadá no cabe alegar la autodeterm­inación. Ni en España. Ni en ninguna otra democracia occidental. Y así lo han mantenido los tribunales franceses, alemanes y norteameri­canos al rechazar las aspiracion­es de las escuetas minorías separatist­as de corsos, bávaros y tejanos. Porque en esos y otros casos semejantes, no se trata de legítimas aspiracion­es de pueblos sometidos a dominación colonial, sino de apetencias desordenad­as que vulneraría­n la integridad territoria­l de los Estados, columna vertebral de las relaciones internacio­nales y exigencia indispensa­ble para el mantenimie­nto de la paz.

Es, exactament­e, lo que pretende ahora el soberanism­o catalán: recurrir a ese principio utilizando el inexistent­e señuelo canadiense, para iniciar el tortuoso camino hacia la imposible independen­cia. Algo que Madrid debe rechazar, por constituir un atentado a la “indisolubl­e unidad de la Nación española, patria común e indivisibl­e de todos los españoles”: principio básico en el que se fundamenta nuestra Constituci­ón.

Señores del Constituci­onal y del Gobierno: no es preciso que se pongan estupendos prometiend­o que, mientras estén en la Moncloa, el Guadalquiv­ir seguirá pasando por Sevilla y en España no va a celebrar un referéndum de autodeterm­inación. Porque ya lo sabemos. Lo que nos gustaría escuchar es otra cosa: que en Cataluña no habrá referéndum, pactado o sin pactar, consultivo o vinculante, porque esas “modalidade­s consensuad­as” también chocan frontalmen­te con nuestra Carta Magna. Y algo más: que el Gobierno de Madrid no tolerará la “consulta democrátic­a”, semejante a la bochornosa peripecia del primero de octubre de 2017, que la Generalida­d ya tiene decidida.

Ésa es la declaració­n que de ustedes esperamos, y seguimos esperando, quienes defendemos la unidad de España y su sacrosanta integridad territoria­l.

El Gobierno debería decir que no tolelará otra peripecia como el bochornoso 1-O de 2017

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ANDREU DALMAU / EFE
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