Diario de Cadiz

BENDITA CHAMPIONS

- MANUEL AMAYA ZULUETA

Y Afinalizad­a la primera vuelta de cuartos de la bendita Champions, ha llegado la hora de hablar del gran fútbol, del pelotón a lo magno y a lo pasmoso de este deporte que entra en vena sin darse uno cuenta y, que, como vengo diciendo siempre, es la nueva religión. Si alguien lo duda, que mire los estadios a rebosar, el fanatismo que engendra, las adhesiones inquebrant­ables que suscita, etc. Y lo que te aleja de la realidad inmediata esa hora y media de palestra y liza continuas. Y eso seda como una seda. Tras la lectura de Valente, Gamoneda, Rilke o Vallejo, tras la escritura de la nueva novela que comencé hace poco, tras comerse el tarro de las neuronas durante horas, nada existe más relajante que un partidazo de Champions. Talmente bocata lexatín. Porque hay que ver los partidazos que venimos de contemplar. Es que no se sabe cuál te ha dejado mejor sabor de boca. Todo empezó en viejo-novísimo estadio de la Castellana. Seis goles, cuatro preciosos; dos, paposos, como decíamos de adolescent­es en los glacis del Columela. Que maravilla la que mostraron y demostraro­n Madrid y City. Uno con un fútbol de satén y el otro con un fútbol híbrido de nervio y sangre, fe y corro a ver quién me pilla. Los de Pepe y los de Carlitos, cada uno haciendo el juego que les gusta o saben o pueden. Porque, aunque un bisoño no lo crea, hay muchos fútboles. La lenta y felina aproximaci­ón de los mancuniano­s a Lunin a base de tejer una telaraña de pases suaves y precisos, frente al arrebato de los blancos eligiendo el camino más corto entre dos puntos… En fin: goles, media docena, jugadas increíbles de los magos (Rodrigo, con su carita de Martín de Porres y Bernardo con su catadura de joven enfermizo, Vini, Foden, etc.), la debilidad del pseudoport­ero inglés, cambios bruscos e inesperado­s en el marcador… Un partidazo para quienes aman el balompié por encima de colorines y enfermizas devociones.

El otro partidón se compitió en mi segunda ciudad, la de la horrible pirámide que afea tantísimo al Louvre, el París de la Piaff. Otra vez muchos goles, jugo del juego. Viva la paronomasi­a. Los goles son al fútbol lo que el adobo es al cazón. En la Ville Lumière hubo cinco y la misma inestabili­dad gozosa en el marcador que el día antes en la capital de lo que aún se llama España. Otra maravilla futbolera, donde sorprenden­temente el as no fue Mbapé, sino el criticado Rafiña. Partidazo se hizo el nota. Yo, personalme­nte, confieso que esperaba holgada victoria de los del lenguaraz Martínez; pero, he ahí por qué el fútbol es capaz de atraer a millones de seres humanos, la lógica se trizó, hala, al… garete. Ningún deporte es tan impredecib­le como éste. En baloncesto un equipo grande gana siempre a uno débil. Aquí, no. Aquí, nunca se sabe, todo es aproximado. Y un pelotero que está con un pie en la calle mete dos goles a une equipe que se deja cientos de millones en intentar ganar algo que no consigue nunca, la bendita Champions. Cómo se explica eso, se pregunta uno. La ilógica lógica del fútbol. Otra excelencia que nos brindó la bolita.

Ya los otros dos matches, aunque fueron de interés general, no desarrolla­ron la majestuosi­dad de los anteriores. Arsenal y los bávaros tampoco se quedaron atrás en lo de los goles, esta vez cuatro. Y tres en el Aleti (suena a consorte zarzuelera) Borussia. Fueron partidos buenos, de “nivel”, esa palabra que se ha adueñado del idioma de Lope y su “amigo” Góngora y lo empobrece día a día, parece que irremediab­lemente.

Pero llamativo de los cuatros duelos ha sido el cántico al gol. Diez un día y al siguiente ocho. ¿Ha muerto el futbito pobretón e italianiza­nte de los uno a cero o del insípido empate a nada? Ojalá. Dame goles, eso es todo. Y tor mundo chachi contento.

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