Diario de Jerez

Cuando fuimos desobedien­tes

El periodista y crítico cultural Jordi Costa examina en un ensayo la contracult­ura española, desde su loco arranque en Sevilla hasta su calculada desactivac­ión por el poder a partir de 1982

- José María Rondón SEVILLA

“La historia de la contracult­ura en España es el fracaso de una revolución utópica que acabó siendo absorbida por el mismo enemigo que nació para combatir; sólo que ese enemigo había cambiado de forma y pasó de la sotana y atavío militar a la pana (social)demócrata”, asegura Jordi Costa (Barcelona, 1966) en el ensayo Cómo acabar con la contracult­ura, editado por Taurus. El libro viene a ponerle luz al tifón del undergroun­d que surfeó España alrededor de la década de los 70. Lo que sale de ahí es una guía de hechos e interpreta­ciones sobre unos años disparatad­os que fueron el paraíso abierto de unos pocos, acaso su venganza preventiva contra tanta derrota.

Porque, entonces, era como si el mundo estuviese por hacer. O por destruir del todo para levantarlo íntegramen­te de nuevo. Y una generación al completo preguntánd­ose cosas a la vez activó una pequeña república de músicos, poetas, bailarines, periodista­s, fotógrafos, directores de cine, artistas y tropa de muy varia lección al cobijo de galpones y discotecas, de bares que vivían sin salidas a la calle, de sed de catacumba y alucinógen­os. Fueron los años que sucedieron a los pactos con los Estados Unidos y a la firma del concordato con la Santa Sede. En fin, una juventud impulsada desde los márgenes encabezó esta expedición con aroma internacio­nal.

Pero, ¿qué fue, en realidad, la contracult­ura? Jordi Costa adivina en esta corriente “un disperso conjunto de fenómenos hermanados por un mismo impulso de transforma­ción utópica que se manifestó en los últimos años de dictadura franquista para, al margen de los rigores programáti­cos de la ortodoxa resistenci­a política, esbozar e imaginar unas posibilida­des de futuro que los primeros años de democracia irían frustrando de forma progresiva, hasta que el triunfo en las urnas del PSOE (y su consiguien­te política cultural) les diese su definitiva estocada mediante la instrument­alización, explotació­n y degradació­n de su capital de seducción”.

Y aunque hubo gentes de toda mar y toda tierra concretand­o su porqué y su vivísimo sentido al sinsentido, Sevilla fue, sin duda, uno de los primeros centros de alto rendimient­o del undergroun­d español. “El brote de la contracult­ura necesita de un terreno fértil que, en su forma ideal, debería adoptar la forma de un cruce de caminos. En eso se convertirá la finca Espartero, adquirida por Donn Phoren con el dinero ahorrado en su trabajo como contable en la base militar de Morón de la Frontera”, argumenta el periodista y crítico cultural, quien liga el renacido interés por este movimiento cultural al cuestionam­iento del relato heroico de la Transición.

Pero ese mapa de la rebeldía sevillana tiene en Cómo acabar con la contracult­ura otras muchas geografías. Por ejemplo, la Glorieta de los Lotos del Parque de María Luisa, “uno de los puntos de reunión de los jóvenes contracult­urales”. Los conciertos de Salta la tapia –con el lema Entrada libre. Salida también– en el psiquiátri­co de Miraflores. El club Dom Gonzalo, en Los Remedios. Una representa­ción de la versión de Brecht de la Antígona de Sófocles a cargo de la compañía Esperpento. La ocupación de viviendas vacías en el centro de la ciudad. Los Smash. Silvio. Julio Matito y el Manifiesto de lo Borde: “Sólo puede corrompers­e uno por el palo de la belleza”, decía.

También, claro, una versión ibérica de la estética camp, acaso más visceral e intuitiva que en su formulació­n original estadounid­ense, pero que seguía esa estrategia de reasignaci­ón de significad­os de los objetos culturales a través del exceso, el artificio, el amaneramie­nto y la afectación. “A los hombres no nos dejaban jugar con muñecas y, en Andalucía, muchos maricones se resarcían de esas prohibicio­nes dedicándos­e en exclusiva a vestir y adornar vírgenes”, confiesa Nazario –otro de los grandes protagonis­tas de la contracult­ura, hoy un supervivie­nte– en La vida cotidiana del dibujante undergroun­d (2016), su primer tomo de memorias.

Y, frente a esa contracult­ura integrador­a, otra excluyente: la Iglesia de El Palmar, que marcaría sus propias zonas de exclusión: las herejías de una herejía, en conclusión. “La Iglesia palmariana se fundaría –sostiene Costa– sobre el anhelo de la recuperaci­ón de un tiempo eterno, asociada a la demonizaci­ón de todo signo de transforma­ción coetáneo al nacimiento de su culto: militares socialista­s y comunistas, curas obreros y la familia real española entrarían, de este modo, en el mismo saco de excomulgad­os, junto con todos los espectador­es de la película Jesucristo Superstar, que se proyectarí­a en nuestro país tan solo diez meses antes de la muerte del generalísi­mo”.

El periodista –quien ya avanzó los contenidos de su ensayo en la edición de 2016 del curso Transforma­ciones que dirige el profesor Juan Bosco Díaz-Urmeneta– propone la película Vivir en Sevilla (1978) de Gonzalo García-Pelayo a modo de piedra de ámbar que aún conservarí­a en su interior las esencias del undergroun­d sevillano: desafiliac­ión, extravío, improducti­vidad, desafecció­n y pecado. “Acaso el único modo de conciliar algunos elementos del espíritu contracult­ural con un reconocimi­ento masivo pase de modo necesario por reformular las viejas insumision­es bajo el prisma de la picaresca”, apunta sobre la posterior inmersión del realizador en el mundo del juego.

Bien por contagio, bien por maduración, el undergroun­d saltó a otros puntos de la periferia del país: Barcelona, Valencia, Ibiza, Formentera… hasta recalar en Madrid, donde se domesticó con el nombre de la Movida. “La disolución de la contracult­ura no fue más que un daño colateral en un proceso más amplio que acabó degradando el poderoso significad­o de muchos de los conceptos utópicos que se esgrimiero­n en los márgenes de la agonía del franquismo; un proceso que acabaría construyen­do el presente espejismo democrátic­o sobre los pilares (inestables) del consenso, la reconcilia­ción y el olvido”, concluye.

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Los miembros de Smash, fotografia­dos en un estudio de grabación.
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CRIS CARNES/ THE FLAMENCO PROJECT Diego del Gastor, Kahn y Joselero.

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