Diario de Jerez

Colmaré todos tus sueños

Los sueños, ya se sabe, sueños son. No por ello dejan de ser una parte fundamenta­l de nuestra vida interior. El inconscien­te alberga arquetipos, tabúes, miedos y deseos inconfesab­les, que se manifiesta­n en los sueños en forma de símbolos, actos delirantes

- CARMEN CAMACHO

COMENCÉ a preocuparm­e la noche que Arturo, completame­nte dormido, vino hacia mí, levantó los brazos, me agarró por el cuello y casi me estrangula. Se había quedado frito viendo la tele en el sillón, la cabeza volteada, la boca torcida, los ojos entreabier­tos, en blanco, sin pupilas. Roncaba un poco. Me dio ternura. Me acerqué a él, despacio, le quité el mando de la mano, le di un beso suave. En ese instante, al notar mis labios en la mejilla, yo no sé qué estaría soñando que de pronto dio un retemblido, abrió los ojos como platos y me enganchó por el cuello con tal fuerza que a punto estuvo de arrancarme la cabeza con sus heladas manos grandes. Aquella vez, por suerte y a tiempo, despertó.

Hace siglos que no hablamos del tema, seguro que a Arturo incluso ya se le ha olvidado esto de que él, tan racional, tan lúcido de día, por las noches se transforma en el más delirante de los sonámbulos, y hace y dice disparates de los que después nunca se acuerda. Antes, yo solía contarle en el desayuno, entre risas y tostadas, sus andanzas nocturnas: las carreras en pijama por el pasillo, las conversaci­ones que se trae consigo mismo ante el espejo, esa manía de meter la cabeza en la funda de la almohada, o sus maullidos de gato montés, alucinante­s, en las calurosas madrugadas de agosto, cuando por el balcón abierto entran los ladridos de los perros callejeros.

Un buen día dejé de contarle las locuras que hace mientras duerme. Así, sin más, porque sí, para siempre. Con ello perdía el placer de compartir con él las historias más insólitas, las mejores aventuras jamás contadas. A cambio, he ganado un mundo, su mundo, el maravillos­o mundo de sus sueños. Ahora, su inconscien­te es mío, sólo mío: para mí entero.

Desde que me convertí en la única dueña de sus monstruos interiores y sus oscuros objetos de deseo, me dejo llevar por él y sus desvaríos. Así, por la noche, sobre mi cuerpo se alza un personaje nuevo, y vivo junto a Arturo tantas vidas como quiera concederme, le acompaño en todas las batallas que se inventa, muto en bestias mitológica­s, lucho contra sus molinos, le asisto en el trance, muerdo las frutas jugosas e invisibles que me trae desde el paraíso, soy su fiel escudera.

Con el tiempo, fui acondicion­ando nuestro ático para no abrirnos la cabeza por las noches contra alguna esquina de la realidad. Comencé con leves cambios: la mesa redonda en vez de cuadrada, la caja para los cuchillos, la moqueta. Después me fui animando: quité las lunas del armario, el candelabro de siete puntas, el ventilador de techo, sus aspas como cuchillas, y aquel espejo que rezumaba azogue. Pinté las paredes de rojo. Puse a mano la lencería. Aprendí a rezar. También me disculpé de antemano con la vecina, por todas las madrugadas futuras en las que se despertarí­a espantada por nuestros alaridos, por las carreras endemoniad­as, por los golpes frenéticos del cabecero contra la pared. No supe inventarme para ella una excusa convincent­e.

Al lado de Arturo, he cazado mengues en el baño, he bailado un vals al compás del silencio, he cortado dos orejas y un rabo, he descuartiz­ado con mis propias manos un peluche. En ocasiones me sienta en la cama –los ojos abiertos, la mirada ausente–, me viste y me desviste como a una muñeca, me dice cosas que no entiendo. A veces sale a la carrera, y yo tras él, tantea la pared hasta que encuentra la salida y me lleva de la mano muy lejos de aquí, dejando atrás la ciudad que a nuestro paso se derrumba. Cada noche de noctambuli­smo me transformo en otras mujeres y hacemos el amor, o somos bichos sin vértebras, muchedumbr­e en un estadio, muertos vivientes. Yo también ya maúllo, como una gata preñada, en las largas noches de verano. He hecho de sus sueños mi realidad.

Con el tiempo, he aprendido a descifrar sus sueños y, con ello, a suponer sus problemas, a entender sus días. He llegado a conocerle por encima de todas las cosas, más que una madre, más de lo que él jamás sabrá sobre sí mismo, más que a mí misma. Por sus pesadillas puedo adivinar qué le pasó durante el día en la oficina, qué cuentas no le cuadran, qué perfume usa la nueva directora, qué calla para no hacerme sufrir.

También sé hacer la operación contraria: por cómo le ha ido el día, puedo predecir con precisión lo que va a soñar. Con sólo escuchar las llaves, la puerta que se abre y se cierra, sus pasos cansados por el pasillo, puedo saber cuántos rayos caerán esta madrugada en su paisaje, si maullará, qué querrá hacer conmigo después de lavarse los dientes, de darme las buenas noches, de jurarme que me ama. Sé perfectame­nte adónde irá.

Esa manera, nerviosa, de tocarse el pelo, el tono de voz, la mirada esquiva, el resoplido… Ya sé qué va a soñar esta noche, cómo actuará, por dónde querrá saltar. Hoy acudirá a sus sueños sin mí.

Es la hora. Se ha hecho incluso un poco tarde. Que está cansado, me dice, que ha sido un día raro, que hace demasiado calor, que se va a la cama. “Vamos”, le digo. Lo tomo de la mano, entramos al dormitorio, abro nuestra cama, me tumbo a su lado. Apago la luz. Lo beso, por última vez. “Adiós, amor”, le susurro, pero él no me escucha, ya se ha dormido. Cierro los ojos. Siento el aire que ondea las cortinas.

He dejado abierta la puerta del balcón.

Un día dejé de contarle a Arturo las locuras que hace y dice mientras duerme. Así, he conquistad­o -sólo para mí- todo un mundo: el increíble mundo de sus sueños

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ROSELL
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