Diario de Jerez

POSIBILIDA­D DE AMOR INSUFICIEN­TE

- VÍCTOR J. VÁZQUEZ

EL hermético universo lírico de la serie Twin Peaks contiene también un mundo moral que nos interpela. Como todo genio poético, el gran David Lynch hurga en nuestro tiempo y nuestra alma para hallar sus encrucijad­as más trágicas, los miedos que nos son constituti­vos. Hace ya más de 25 años, uno de sus memorables personajes, el Major Briggs, nos avanzaba una de esas disyuntiva­s existencia­les en un diálogo que me ha sido imposible olvidar: “¿Qué es lo que más temes en el mundo?”, le preguntaba­n al Major Briggs, “la posibilida­d de que el amor no sea suficiente”, respondía él en un contenido sollozo. Hay una esperanza tan secreta como clásica en el triunfo mágico del amor, ese fuego que camina con nosotros y que, como diría el poeta, sabe nadar las aguas, ser fuego helado. Pero tras dicha esperanza hay también, por lo que a la humanidad se refiere, un miedo a la insuficien­cia, es decir, un miedo a su claudicaci­ón y derrota a manos de quien no es sino su natural enemigo, inasequibl­e al desaliento: el odio. No es nuestro amor individual, nuestro amor privado de vigor invencible, por quien hay que temer en el combate, sino por el amor entre los hombres, digamos, el amor público. Y eso es porque sabemos que nuestra historia ha sido una historia de amores carentes, de triunfos enlazados del odio y de la guerra que no han impedido, eso sí, la terca vuelta del amor, pero como vuelve la paz después de la guerra de todos contra todos.

Hay que ser muy ingenuo, desde luego, para no saber que en lo puramente político el odio ha sido un sentimient­o mucho más fuerte que el amor, y si la luz ha vencido a las tinieblas ha sido porque nos hemos autoimpues­to la razón de tolerar tras la dilatada experienci­a del odio en juego y sus estragos. La constituci­onalizació­n de los valores políticos del amor –la libertad, la justicia, la igualdad–no significa sino su tránsito del mundo del ser al deber ser, el reconocimi­ento de que son frágiles a la intemperie de los hombres y de sus recreacion­es del amigo-enemigo. Pero estos límites a los proyectos de construcci­ón de un odio público, grabados en nuestras leyes como exorcismos contra tanta coronación sangrienta de la inquina, no neutraliza­n esa realidad miserable que nos es constituti­va; y es que cuesta más, y es más complejo, amar que odiar, no al amigo, al hijo, al de la tribu, se entiende, sino al otro, al adversario, al diferente.

Como es sabido, los triunfos científico­s de los hombres siempre sirven para volver a poner la propia medida moral del hombre en juego. En este sentido, la ruptura de las fronteras de la comunicaci­ón que ha supuesto la red ha constituid­o el punto de llegada y culminació­n de un ideal cosmopolit­a, al mismo tiempo que el punto de partida de una nueva relación del hombre con lo público, donde la vieja disyuntiva entre el odio y el amor se vuelve hacer presente. La experienci­a ya acumulada dentro de este nuevo ecosistema nos dice que si bien su hábitat ofrece unas posibilida­des inéditas a la prosperida­d y al conocimien­to, también se las ofrece a los tres elementos que son el abono natural del odio y la herramient­a básica de sus hacedores: la mentira, el miedo, y una noción tribal de lo bueno y lo justo. Los alfareros del odio político, Bolsonaros de guardia, mienten para asustar, pero juegan también con esa tendencia nuestra, ya contrastad­a por los psicólogos sociales, a reducir el horizonte cosmopolit­a de la red a pequeñas cámaras de eco tribal en las que rigen distintas versiones laicas del extra Ecclesiam nulla salus, y donde es la expresión de la ira entre correligio­narios lo que alimenta nuestro insaciable narcisismo virtual. La red social se ha definido como el marco propio para la confusión y alianza entre la vieja banalidad del mal y nuestra nueva vanidad de maleados o maleantes.

En esta era de la ira 2.0 queda por ver qué resistenci­a tienen nuestros sistemas constituci­onales frente a la irrupción postmodern­a del viejo odio político. Qué anticuerpo­s tenemos para vencer al miedo. Qué capacidad tiene la democracia representa­tiva de cara a destilar razones públicas para la fraternida­d en el nuevo magma social de inquina. Confiemos en los límites autoimpues­tos por la razón tras la larga y extenuante experienci­a histórica del odio, y también, en que el amor sea suficiente. Aunque esto último no está tan claro, y es lógico el miedo del Major Briggs. Hay épocas en las que resulta difícil amar al prójimo como a ti mismo cuando eso implica abandonar el confortabl­e gueto ideológico que nos hemos construido. ¿Verdad, hipócrita lector, mi semejante, mi hermano?

La red social se ha definido como el marco propio para la confusión y alianza entre la vieja banalidad del mal y nuestra nueva vanidad de maleados o maleantes

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