Diario de Jerez

La ética del invierno

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de sol en el Mont Blanc.

Evoca el autor que su estreno como andarín tuvo lugar cierto día cuando partió en Alemania desde Heidelberg. Mochila al hombro se dirigió al suroeste, a la selva de Odenwald (su espíritu nos ha recordado al brío que impulsará muchos años más tarde al citado Leigh Fermor, cuando siendo un muchacho partió a pie desde Holanda hasta Constantin­opla).

Al hacer memoria, Stephen Leslie siempre recordará el deleite que le brindaron sus paseos por el suroeste, desde la desembocad­ura del Avon, en Bristol, hacia la isla de Wright. O sea, casi justo en dirección contraria a lo que W. G. Sebald nos contó en sus Anillos de Saturno, libro viajero ecuménico para los muy leídos y en el que su autor nos narra su particular­ísimo periplo por el condado de Suffolk, al este de Inglaterra. A uno y a otro autor lo imaginamos, bajo el cielo de su hora, convertido­s en El hombre que camina, la célebre escultura con la que Giacometti plasmó, a la vez, el escorzo ético, el equilibrio natural de la caminata.

por qué ser idílico, pero que conserva un sentido profundo, una diafanidad escondida, que se cifra y se resume en el mito.

El libro de las cosas perdidas es, pues, un libro de extraña utilidad, por cuanto muestra el sentido primario, la validez urgente de la mitología. Es decir, muestra un orden con el que el niño pueda atravesar, con éxito, la varia hostilidad de la vida. Las hostilidad­es de todo orden que aquejan al protagonis­ta de esta obra son fácilmente imaginable­s. Al cabo, no es ningún secreto que la literatura es una forma de suplir la orfandad, su inhóspito vacío, con lo inefable.

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Leslie Stephen (1832-1904), retratado junto a su hija, Virginia Woolf (1882-1941).

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