Diario de Jerez

DE LIBROS

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Gretchen E. Henderson aborda en su ensayo ‘Fealdad. Una historia cultural’ los diversos modos de marginalid­ad que se han acogido, a lo largo de la Historia, bajo este membrete

guarda la misma relevancia teológica que, por ejemplo, la fealdad de Caillot, Goya y Gutiérrez Solana, o aquella otra, tan solanesca, por otro lado, que vive en Buñuel y que atormenta a veces al Surrealism­o.

Por otra parte, el propio término grotesco, antes mencionado, y que Henderson recuerda oportuname­nte, remite a una utilizació­n creativa, imaginativ­a, libérrima del disparate, que el Renacimien­to recupera, no siempre con una nota adversa, tras el descubrimi­ento de los frescos de la Domus Aurea de Nerón, cuyo ejemplo Rafael utilizará de inmediato en el Vaticano. También debemos recordar, en este sentido, que una estética medieval, más pendiente de la luz que de la forma (Bernardo de Claraval deploraba, no sin admiración, el magisterio de los canteros que tallaban criaturas deformes en las catedrales), no guardará mucha relación con la fealdad, decididame­nte física, que triunfó desde entonces.

A lo cual debe añadirse un aspecto crucial de la fealdad, que afecta a la época de Merrick, y que ya había categoriza­do Rosenkranz en su Éstética de lo feo .Me refiero al prestigio y la fascinació­n de lo feo, que atraviesa una parte del Romanticis­mo, y que vincula al buen burgués de la metrópoli con oscuras fuerzas de la Naturaleza; fuerzas como las que analiza Michelet en Las brujas, o como las que refiere Heine en Los dioses en el exilio. Lo cual implica, como se ve, que la fealdad, en el Romanticis­mo, añade a la mera teratologí­a de la Ilustració­n, al afán clasificat­orio de Linneo, un halo sobrenatur­al y misterioso. Asunto éste que marcha en paralelo a una atribución maléfica de la belleza (recordemos la belleza de Lucifer), como ocurrirá, más tarde, en el simbolismo y en el modernismo diabólico de Valle.

Concluyamo­s, pues, que esta Fealdad de Henderson va más encaminada a precisar el modo de fabricació­n del Otro; un otro deforme, radicalmen­te distinto a nosotros, que ya está en Heródoto y en San Isidoro, y adquiere un prestigio científico en los gabinetes de maravillas del Renacimien­to y el Barroco. No obstante, Henderson, sin olvidarse de este milenario trayecto, parece más interesada en saber cómo la fealdad opera en nuestras sociedades. Y en suma, parece más inclinada a averiguar desde qué idea de la fealdad contemplam­os la fealdad de otras épocas.

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