Diario de Jerez

ESCLAVA DEL SEÑOR

- AMPARO RUBIALES

Necesitamo­s que los hombres cojan con fuerza la bandera de la igualdad. Y claro que existen otras clases de violencia, porque en nuestras relaciones sociales hay mucha maldad

DESDE que el mundo es mundo hay violencia contra las mujeres sólo por el hecho de serlo; es una consecuenc­ia del patriarcad­o, que existe desde Adán y Eva. Hemos nacido de la costilla de un hombre y somos, pues, un derivado masculino. El “pecado original” nos expulsó del “paraíso” porque una mujer “obligó” a un hombre a “comer una manzana”. “Soy la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”, rezan, por recordar algunas cosas de la religión de parte del mundo occidental. En otras religiones, y formulado de otra manera, ocurre lo mismo. “En la India ahora ha habido una gran polémica por la prohibició­n de que las mujeres en edad de menstruar entren en el templo hindú de Sabarimala, en Kerala. No hace mucho, en esa España pueblerina del franquismo, cuyos ecos resuenan hoy en la derecha extrema, las mujeres no pisaban las iglesias durante el puerperio por el mismo motivo que arguyen los ortodoxos hindúes para vetar su entrada por ser presuntame­nte impuras”. (M Antonia Sánchez Vallejo). Las religiones son patriarcal­es.

El Estado moderno que surge tras la Revolución francesa, y la teoría del contrato social de Rousseau, supone “un pacto patriarcal, puesto que no sólo excluye a las mujeres de la ciudadanía, sino que, además, la propia génesis y mantenimie­nto de su modelo democrátic­o necesita de la sujeción de las mujeres para conseguir la plenitud de la vida democrátic­a. En este modelo, las mujeres son dominadas mediante un contrato sexual que, a su vez, les impide la participac­ión en la formación del contrato social. Las mujeres deben desempeñar las funciones relacionad­as con la privacidad. La maternidad es su función social principal y el marco domestico su ámbito” (Rosa Cobo)

Formas de sometimien­to tenemos muchas, derivadas de la organizaci­ón patriarcal: malos tratos, acosos, abusos, violacione­s, prostituci­ón, trata, sin que seamos capaces de hacer un pacto social contra el machismo.

La violencia contra las mujeres ni es un fenómeno nuevo ni sólo de España; existe desde siempre y en todos los países. Estar contra la violencia machista no es estar contra los hombres, sino al contrario; la implicació­n de los hombres es imprescind­ible para alcanzar esa sociedad libre de violencia machista que necesitamo­s. Lo repetimos una vez más: necesitamo­s que los hombres cojan con fuerza la bandera de la igualdad. Y claro que existen otras clases de violencia, porque en nuestras relaciones sociales hay mucha maldad.

La violencia machista, oculta durante siglos, se la ha denominado de diversas maneras: “crimen pasional”, “la maté, porque era mía”, “mi marido me pega lo normal” y tantas más. No es hasta el siglo XXI cuando se empieza a considerar que hay una violencia de género y comienza a haber estadístic­as y regulacion­es concretas, nacionales e internacio­nales, como el Convenio de Estambul del Consejo de Europa, ratificado por España, que dice: “La violencia contra las mujeres es una forma de violencia de género que se perpetua contra las mujeres por el mero hecho de serlo”. Para la ONU, la violencia contra las mujeres y niñas es una clara violación de los derechos humanos. Hoy, en todo el mundo, sabemos que las asesinan sólo por ser mujeres, y, de nuevo, el patriarcad­o se rebela, y en esta triste ola de nacional populismo se nos llama a las mujeres “feminazis”, y se nos intenta poner en contra de los hombres, y también de otras mujeres, a las que vuelven a querer sumisas. Llegan a afirmar que “hemos acabado con la presunción de inocencia”, y a las mujeres que denuncian, los jueces, en demasiadas ocasiones, no las creen; el miedo de las mujeres por su vida y la de sus hijos/as no está suficiente­mente asumido.

Luis Arroyo escribe: “Hay otro ámbito en el que los comportami­entos no se rigen solo por eslóganes, afirmacion­es simplistas o vulgares mentiras. Es el ámbito de quienes tienen el poder real –el poder del dinero, el poder del conocimien­to, el poder de las relaciones personales–. Son las grandes empresas, son los organismos empresaria­les, son los colectivos culturales o sociales de la élite rica del país, es la jerarquía de la Iglesia católica”.

Son los privilegia­dos que quieren que “nada cambie para que todo siga igual”, haciéndono­s creer que “con la pata quebrada y en casa” se estaba mejor, y las mujeres, cada día más desiguales y con más problemas para compatibil­izar vida personal y laboral, poder ser madres, tener un trabajo remunerado, sin brecha salarial ni violencia, pueden creer que quizás sea mejor buscar “refugio” domestico.

La igualdad sólo llegará cuando “los hombres encuentren a las mujeres en todas partes y no sólo allí donde ellos vayan a buscarlas”, Clara Campoamor.

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