Diario de Jerez

CAPÍTULO 4

PARTE I

- JESÚS RODRÍGUEZ GÓMEZ

NADA más aparecer Anselmo en la antesala de su despacho, el marqués salió de la habitación y se dirigió a él con una sonrisa ensayada.

–Me alegro de verte, Anselmo –dijo mientras le alargaba la mano–.

Pasmado por aquel gesto tan extraño en un hombre siempre antipático y distante, Anselmo dudó antes de estrechar la mano que le ofrecía.

–Señor marqués, me siento muy honrado de que…

–Nada, nada –le interrumpi­ó–. Quería hablarte de un tema de gran importanci­a.

Anselmo puso cara de sorpresa y el marqués siguió:

–Me refiero a tu hijo Jacobo. Como sin duda sabes, el otro día asistió al cumpleaños de Mencía, mi hija. Un gran muchacho. Nos asombró con un tema musical interpreta­do con tal maestría que me dije que con don Julián estaba perdiendo el tiempo. No digo que no sea buen profesor, pero veo que sus conocimien­tos son muy limitados para el talento de tu hijo, así que me he permitido una licencia que estoy seguro de que tú, como padre, comprender­ás y hasta harás tuya.

Anselmo no sabía qué decir. Estaba anonadado por la extraña amabilidad y los halagos del marqués hacia su hijo:

–Muchas gracias, señor marqués. Sí, mi Jacobo es un buen muchacho… Y muy inteligent­e: ha aprendido mi oficio en muy poco tiempo. Nunca he conocido a otro aprendiz que…

–Sin duda, sin duda –le interrumpi­ó el marqués–, pero vayamos a lo nuestro. En cuanto le oí tocar el otro día me dije que su talento no debía perderse entre gentes tan toscas y groseras –y perdóname la franqueza con la que hablo– como las que viven en esta comarca, así que tenía que hacer algo para preservar todo el talento que atesora tu hijo. El caso es que me he permitido hablar con el gran maestro Farinelli, de Roma, y me ha dicho que está dispuesto a recibir a tu hijo en su escuela. Tres años en Italia y volverá convertido en un gran músico.

–Pero, señor marqués –respondió Anselmo, nervioso y apocado–, yo tenía pensado que fuera, como yo, afinador de fuentes, que fue también el oficio de mi padre, mi abuelo, mi bisabuelo, mi…

–¿Afinador de fuentes ese muchacho? –le volvió a interrumpi­r el marqués–. Quita, quita. Dios le dio ese inmenso talento musical para que se dedicara a la música, no a las fuentes. ¿Acaso pretendes contrariar la voluntad de Dios?

Anselmo no sabía qué responder, solo acertaba a liar y desliar compulsiva­mente el ala de su sombrero, que sostenía entre las manos. Al fin, dijo desoladame­nte:

–Bien, señor marqués. Su señoría sabe más y si cree que lo mejor para mi Jacobo es ir hasta Roma para estudiar en esa escuela así será… Pobre de mi mujer cuando se entere.

–Puedes estar seguro de que así es, Anselmo. En cuanto a tu mujer, supongo que al principio le parecerá un drama –ya sabes cómo son las mujeres con sus hijos–, pero estoy seguro de que más pronto que tarde comprender­á que todo es por el bien de él y se sentirá contenta de ver cómo progresa. Y no solo en la música, sino también en los dineros.

–Sí –respondió Anselmo con voz temblorosa–, segurament­e será como su señoría dice… ¿Y cuándo ha pensado que debe marcharse a Italia mi hijo? –Enseguida. En cuanto tenga todo dispuesto para el viaje. Desde luego que yo correré con todos los gastos de traslado, estancia en Roma y educación. Ya me devolverá todos esos gastos cuando sea rico.

Y soltó una risotada que hizo que Anselmo se estremecie­ra. –Bueno –siguió el marqués– y ahora tengo que ocuparme de unos asuntos urgentes. Mi administra­dor te facilitará el billete y el dinero suficiente para el viaje.

–Gracias, señor marqués. Muy honrado y…

Pero el marqués ya no le oía, le había vuelto la espalda y volvía hacia su despacho. Cerró la puerta de un portazo y con sonrisa de caimán.

Su plan parecía haber funcionado. Pagaría la estancia del muchacho, pero solo unos pocos meses, los suficiente­s para que su hija lo olvidara. Después, que se buscara la vida en Roma: “Si tiene tanto talento para la música, como dicen, sobrevivir­á; si no, tampoco estorbará mucho al montón de mendigos que hay en Roma, otro más”, se dijo.

Anselmo en cambio llevaba la cabeza baja y le pesaban los hombros como si cargara sobre ellos la angustia del mundo.

Cuando llegó a su casa, Carmen preparaba la comida. Al ver a su marido le preguntó con impacienci­a:

–¿Qué quería el marqués?

Él pensó en demorar la noticia, pero comprendió que nunca iba a encontrar el momento de comunicárs­ela, así que le cogió las manos, la miró fijamente y le dijo:

–El marqués piensa que nuestro hijo es un genio de la música y que el oficio de afinador de fuentes es muy bajo para él. Quiere que vaya a Roma y que allí aprenda con un músico muy famoso, un tal Farinelli.

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Fotografía de Roma en el siglo XIX, con el río Tíber, San Pedro al fondo y el castillo de Sant Angelo a la derecha.
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