CIENCIA POLÍTICA
NO les veo más que ventajas. Los científicos son listos, observadores y hacen mucha compañía. Por si fuera poco, a diferencia de otros vertebrados, no hay que pasearlos todos los días, ni llenan los sofás de pelos, como pasa con muchos gatos. Será por eso que a los gobernantes siempre les ha parecido buena idea rodearse de científicos, que no dan nada de guerra y luego lucen mucho cuando se les pone ante las cámaras, en calidad de expertos, a explicar por qué ocurren las cosas.
Por si alguien tuviera dudas sobre la importancia que tiene para nuestra sociedad formar buenos científicos, la epidemia que estamos padeciendo ha dejado claro que la opinión de estos expertos es fundamental, aunque luego cada gobierno actúe como le venga en gana, que para eso los gobiernos los vota el pueblo y, sin embargo, sobre el principio de Arquímedes nadie ha convocado nunca un referéndum.
Cuando las autoridades sanitarias advirtieron de lo peligroso que era apelotonarse, ya fuera en el estadio del Betis, en manifestaciones feministas o en mítines de partidos reaccionarios, tuvimos oportunidad de comprobarlo empíricamente. Al Gobierno le entró por un oído y le salió por otro. Pero ahí la ciencia tenía todas las de perder, puesto que, contra la pasión por el fútbol y los fervores políticos, poco tiene que decir alguien que, en vez de mirar al horizonte con ilusión, a lo que se dedica es a mirar bacterias por un microscopio.
Desde que Platón probó suerte como asesor de aquel tirano en Siracusa (sí, el que lo acabó vendiendo en un mercado de esclavos cuando se hartó de tanta monserga filosófica), la relación de los sabios con el poder no ha sido fácil. Mientras esos sabios aplaudan los gustos del gobernante, todo irá como una seda. Ahora, como se les ocurra llevar la contraria, habrá que dejar claro quién manda aquí. Por eso, independientemente de que el manganeso tenga los mismos protones en Moscú que en Sanlúcar, nunca será igual trabajar de químico para una central nuclear rusa que hacerlo en una bodega de manzanilla para que usted pueda tomarse un vino acompañando las pijotas.
Además, a diferencia del tertuliano televisivo (que es experto en psiquiatría, en estrategia militar, en historia de las religiones, acupuntura y semiótica), el científico habitualmente se ciñe a un campo limitado del saber, razón por la cual casi nunca preguntan a un médico qué opina sobre los precios del petróleo y tampoco es normal que al astrofísico le pidan consejo sobre cómo tratar la gonorrea.
Todas estas razones hacen que en ese matrimonio entre el político y el científico, las de ganar las tenga siempre el primero, ya que si al poder no le interesa una ciencia demasiado progresista, o al revés, ya se cuidará de buscar los expertos adecuados. Y si la ciencia se pone chula, se hace como hicieron en Francia con Lavoisier: pasarle por la guillotina y recordarle que “la Revolución no necesita sabios.”