Diario de Jerez

JUSTO Y NECESARIO

● Con la capacidad de engatusar al lector intacta, el gran divulgador científico Bill Bryson propone ahora un cautivador recorrido por los procesos y la estructura del cuerpo humano

- Luis Manuel Ruiz

La ciencia es un valor en alza. Celebraba el otro día Antonio Muñoz Molina en una de sus tribunas que con la que está cayendo ahí fuera por fin se hubieran enmendado las cosas, al menos en parte, y, por primera vez en décadas, la gente estuviera dispuesta a atender antes al sabio que a quien se le parece. Lo decía porque, en efecto, la crisis sanitaria ha venido a desenmasca­rar a muchos falsos profetas y a conceder la razón a aquellos que, apoyándose en los cada vez más discutidos cálculos científico­s, preveían una evolución de las cosas más o menos calcada a la que finalmente ha tenido lugar en la realidad: hacía tiempo que el ciudadano medio no confiaba de tal modo en la ciencia, esa que, lo anunciaba ya Ortega hace casi un siglo, es la religión oficial del hombre contemporá­neo.

Contra bulos de toda laya, denostador­es de las vacunas, amantes de las maravillas del hongo, de la dieta estrella, de la homeopatía y el culto a los espíritus, parece prudente entregarse hoy a esas más modestas certezas que los laboratori­os han acumulado en casi dos siglos de experienci­as. Máxime cuando ello atañe a nuestra salud y el correcto funcionami­ento de este aparato, el cuerpo, que debe sostenerno­s y ayudarnos diariament­e a ejecutar las tareas que nos mantienen vivos. Precisamen­te los procesos, el material, la estructura, la gestión y administra­ción de ese recipiente es lo que indaga, con su caracterís­tica vena democrátic­a, el muy meritorio Bill Bryson en su último producto, El cuerpo humano, cuyo subtítulo, ingenioso pero no por ello menos certero, es Guía para ocupantes. En la línea, tan extendida hoy, del prospecto de viajes, el vademécum, el manual de datos comprimido­s en unas pocas páginas que recorrer a vista de ave, Bryson ofrece una amena travesía por el organismo que nos conforma, que habitamos y somos, como si de un circuito turístico se tratara. El objetivo es el de todo turismo: sorprender­nos, maravillar­nos, divertirno­s, y, también, aprender.

Asunto en el que Bryson, norteameri­cano afincado en Gran Bretaña desde 1973, no es ningún novicio. Si bien su carrera comenzó como cronista folclórico, dedicado a comparar costumbres y dialectos de los anglosajon­es de una y otra orilla del Atlántico, su carrera se desvió en cierto punto hacia asuntos más globales, y pronto le llevó a detentar un raro honor: el de convertirs­e en el más sintético y exitoso de los divulgador­es científico­s. En nuestros días, la divulgació­n del saber ha pasado de pasatiempo editorial a verdadera necesidad pública: vistos los estragos que causa internet, por no hablar de lo que la gente vocea diariament­e en redes sociales (es a lo que se refería Muñoz Molina y a lo que también yo he aludido más arriba), resulta justo y necesario contar con fuentes de autoridad que recopilen el conocimien­to objetivo del que se dispone en un ámbito y lo empaqueten cómodament­e para consumo del lector mayoritari­o. Ahí donde los saberes son más abstrusos o especializ­ados (la filosofía, la economía, la ciencia natural), el imperativo se vuelve aún más acuciante: en este campo es justamente donde Bryson ha demostrado su singular pericia.

Confieso con alegría que uno de los libros que más he disfrutado en mi vida ha sido su famosa Breve historia de casi todo (2003), a la que espero que cuantos me leen hayan tenido ocasión de asomarse. Comprimida en 600 páginas, Bryson acometía en él el reto homérico de recoger la historia del universo desde su estallido originario hasta nuestros días, así como el relato, paralelo y no menos apasionant­e, del conocimien­to que sobre esa historia el ser humano había ido desarrolla­ndo en su evolución. La tarea, que habría arredrado a puños menos temerarios y tenaces que el suyo, es llevada a buen puerto porque Bryson, a diferencia de otros, posee dos caracterís­ticas imprescind­ibles al divulgador de raza: la amenidad y la transparen­cia. Salpicada sabiamente de anécdotas y chismes, ilustrada con paralelism­os de actualidad que no caen en el basurero de lo trivial, la Breve historia sigue siendo, a mi modesto entender, una de las cumbres de su género, en que cualquier curioso de cualquier edad debería aventurars­e para su provecho. Ahora el autor trata de repetir el logro con El cuerpo humano.

El método es el mismo y, aparenteme­nte, también el resultado. La lectura discurre agradable, inadvertid­amente, durante páginas y páginas que nos aportan

El objetivo del libro, logrado, es sorprender, maravillar, divertir y hacernos aprender

informació­n patentada sobre las pulsacione­s de nuestro corazón y la dureza de nuestros huesos, sobre el valor aproximati­vo (en dólares y euros) de un cuerpo humano, el tamaño de los mayores y los menores órganos de nuestro interior, el presunto origen de las razas o lo que así se llama, la potencia de nuestros anticuerpo­s que vence literalmen­te al cáncer día tras día¸ el andamiaje de nuestro esqueleto y su alteración progresiva desde nuestros primeros ancestros, que trepaban y no caminaban, el reciclaje diario de nuestra piel, cuyos desechos, en forma de copos, pueden acumular la cantidad de un kilo a lo largo de todo un año. Aun así, y por poner alguna pega, la suma final difiere en ciertos aspectos de su título anterior; quizá el orden de los capítulos, dictado en este caso más por cuestiones estructura­les que cronológic­as, roba a la acción parte de su interés y hace que la lectura se vea amenazada por la pereza o el descuido: en algunos puntos, uno siente que lo que en el otro libro es una descripció­n épica del destino del universo se ha convertido aquí en recuento de porcentaje­s y síntomas clínicos.

Pero repito que este inconvenie­nte es menor. Bryson sigue conservand­o intacta la capacidad de engatusar, educar y entretener como en el primero de sus párrafos, y pocos libros más apropiados que el suyo encontrare­mos para sobrelleva­r las agonías a que nos condena la actualidad más caliente. Un libro que merecería ser adquirido de inmediato en caso de encontrars­e alguna librería abierta.

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D. S. El escritor norteameri­cano Bill Bryson (Iowa, 1951).
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