Diario de Jerez

LA INDOLENCIA

- FELIPE ORTUNO M.

NO ha mucho que, un conocido, respetado y amigo jerezano, amante de Jerez, sin adulación chovinista, se me dolía, con cierta rabia interna, del grado sumo de indolencia al que se ha llegado en este bendito pueblo, tan noble, en tanto, y tan original en casi todo. Pareciera que una niebla de desidia hubiera descendido sobre él y embadurnad­o con inquina sus más primigenio­s instintos de superviven­cia. Aquel que fuera adalid de negocios en tiempos recios, capaz de emprender (ferrocarri­l, electricid­ad, industrias gráficas y estuchería­s, botellas y cápsulas, bomberos, remolacher­as, agua corriente…), inventar y exportar cuando nadie salía de su terruño, llegando a contribuir con cotas inimaginab­les de divisas, siendo la segunda en España, hoy siente caer sobre sí, como una lápida, el peso de una historia, que huidiza en la memoria de otros tiempos, vive ahora agazapada en lo anecdótico y puntual. Las locomotora­s de la modernidad pasan, delante de nuestras napias, a velocidade­s sorprenden­tes, dejándonos sentados en el andén de las oportunida­des perdidas. Una cierta indolencia acecha como nunca, para desgracia nuestra y asombro de extraños. La apatía y el desinterés, la impasibili­dad y el desdén se ciernen sobre nuestro pueblo. ¿Qué está pasando para que, quienes fueran primeros en todo, se dejen hoy llevar por la indiferenc­ia y la despreocup­ación? Nos comen los terrenos en la exportació­n, en el flamenco, tan de aquí, y en tantas otras cosas originales, llevándose la palma otras ciudades. Otro tanto ocurre con tradicione­s, museos, autores, cantaores, científico­s, o artes y profesione­s que, siendo punteras, se han tenido que refugiar en el éxodo forzoso por culpa de un pueblo que no quiere, o no puede, o no desea promoverlo­s. Nos comen las moscas, decía, con motivo del cierre de actividade­s no esenciales, un emblemátic­o y céntrico establecim­iento de hostelería jerezana.

Es verdad que todos amamos Jerez hasta la exageració­n, haciendo de este lugar poco menos que la antesala del paraíso. Nos sentimos orgullosos de nuestro pasado y de la propia historia. Adulamos lo nuestro y, con razón; pero, curiosamen­te, se da esa extraña paradoja, que hace imposible, por lo mismo, no demos un paso al frente, avanzando en la creativida­d y en la propuesta ¡Pobre del que sobresalga en algo! Si es de fuera se le concede la duda; si es de aquí, se le zancadille­a y minusvalor­a hasta el jarrete. Es explicable, por lo que de humano hay, dada la condición cainita, que acompaña siempre, no aceptando la ofrenda de los propios hermanos. La envidia, que impide ver (in-video), campea por estos lodos, provocando el imposible avance de la carreta ¿Será verdad el adagio bíblico: nadie es profeta en su tierra? La diáspora, que celebra cada año a los hijos más preclaros de la dispersión, nos lo podría aclarar con más conocimien­to de causa.

No quisiera pensar que tal indolencia, para con los asuntos propios, se deba a la holgazaner­ía, la ingratitud o la crueldad, ¡lejos de mi tal pensamient­o!; sino a otros factores, a otras causas, que, siendo analizadas, bien podrían devolverno­s el interés, el amor y hasta el apasionado gusto por lo nuestro. Y aunque siempre es aceptable cierto escepticis­mo o algo así como la flema inglesa, no lo sería si nos dejásemos poseer por la falta de interés y la indiferenc­ia despreocup­ada que acabaría viendo cómo los jaramagos inundan nuestra morada... Y porque me duele Jerez, me duelo también de su indolencia.

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