LA HORA SIN SOMBRA
poeta de vuelta, al erudito subterráneo. En realidad, Caillois era un vástago del surrealismo: uno de los integrantes de sus ramas bastardas, quizá las más interesantes. Ya en Reims, donde se crio con su abuela, había establecido relación con Pierre Daumal y Gilbert-Lecomte, fundadores de y avanzados del esoterismo poético y la guerrilla espiritual; en París, militó en el círculo de Breton, del que sus convicciones racionalistas le separaron al cabo; con Bataille, en cuyas revistas comienza a colaborar, funda el Collège de Sociologie parece contener la respiración y bestias y hombres se entregan a la siesta, es por ello, igual que su extremo simétrico en mitad de la noche, la hora elegida para que espíritus, demonios y almas en pena campen por la tierra.
Los tipos de éstos divergen. Entre los principales, aparte del Gran Dios Pan, al que no debe molestarse durante la canícula haciendo sonar la f lauta, están las pavorosas sirenas, que quizá haya que identificar con las cigarras (según se lea cierto pasaje famoso del Fedro de Platón), y, desde luego, con las ninfas que provocan sofoco (la ninfolepsia) y la no menos temible Esfinge. De la misma progenie, a lo que parece, ha de ser cierto monstruoso Demonio del Mediodía al que apela el hebreo Salmo 91, vinculado tal vez con las plagas bíblicas, y desde luego el infame Satanás que se revela ante Jesús en el ardor del desierto. La maldad del mediodía tiene su causa, entre otras, en un detalle que ya acongojaba a los antiguos, a los que Caillois cita con generosidad: es el término justo en que la sombra adelgaza bajo nuestros talones hasta casi llegar a desaparecer, o hacerlo del todo. Nuestra alma, entonces, se desvanece: convertidos sólo en máquinas de carne, podemos ser presa fácil de cualquier espíritu que se abra paso hasta nuestro interior.