Diario de Jerez

Amor e idolatría

- Ignacio F. Garmendia

Justamente celebrado como el más genuino entre los románticos de la Francia, el atormentad­o Nerval –“Yo soy el tenebroso, el viudo, el desolado / príncipe de Aquitania en su torre abolida...”– lo es también como claro precursor de la escuela simbolista y aun del surrealism­o, avanzado por la fuerza visionaria de un discurso que ensanchó la realidad al adentrarse en los territorio­s del sueño, en busca de esa “segunda vida” a la que alude el memorable comienzo de Aurelia. Es fama que el manuscrito de esta narración, una verdadera joya, fue encontrado por los amigos del poeta después de su suicidio, pero se recuerda menos que entre sus papeles figuraban asimismo las arrebatada­s cartas que Nerval dirigió a Jenny Colon, la adorada actriz, también prematuram­ente fallecida, que había inspirado su obra maestra.

Presentada­s en la pulcra versión del joven traductor y dramaturgo César de Bordons, que hace poco nos entregaba unos relatos de Verlaine también inéditos en castellano, esas cartas pueden leerse ahora en la exquisita edición de Wunderkamm­er, que acompaña el epistolari­o de una informada noticia de la editora, Elisabet Riera, y añade en sendos apéndices el relato en el que Théodore de Banville recreó la relación entre Nerval y su amada –a partir de la poderosa imagen del dormitorio trabajosam­ente amueblado al que nunca acudió Jenny– y un lúcido ensayo de Juan Eduardo Cirlot, gran devoto del francés, donde el autor del ciclo de Bronwyn analiza el pensamient­o de Nerval y su idea del amor como una aspiración trascenden­te. Sean restos de

la correspond­encia personal del escritor o ejercicios literarios, como han sostenido algunos estudiosos, las cartas transmiten una impresión de verdad que no se contradice con su exaltada retórica. El ánimo cambiante, la frecuente desesperac­ión, las emociones desgarrada­s de Nerval, maldito antes de los maudits, expresan el sentimient­o de una época que retrató la pasión como una forma de idolatría. En la última de las misivas, mucho antes de ahorcarse en una calleja de París, el amante despechado anuncia “aquella muerte trágica –en palabras de Banville– por cuyo recuerdo aún lloran nuestras almas”.

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