Diario de Jerez

Allí vivía el Atlájala

- Eduardo Jordá

‘EL VALLE CIRCULAR’ DE PAUL BOWLES ES UNO DE SUS CUENTOS EXISTENCIA­LES MÁS ENIGMÁTICO­S, BELLOS Y DOLOROSOS

EL valle circular es un cuento muy extraño porque no está protagoniz­ado por un ser humano, sino por un espíritu –una especie de genius

loci– que vive en un remoto valle situado en algún lugar de Centroamér­ica. En realidad, este cuento es un autorretra­to de Paul Bowles, quizá el más íntimo que haya trazado en toda su obra. “Yo no soy nadie”, solía decir Bowles –gélido, distante– cuando alguien empezaba a hacerle preguntas sobre su vida. Y podría decirse que Bowles siempre vivió como si fuera un espíritu invisible que observaba con atención –a veces divertido, a veces horrorizad­o– los hechos que para él carecían de sentido de la existencia humana.

En este relato, el alter ego de Bowles –ese espíritu que vive en el valle circular– tiene un nombre, el Atlájala. El Atlájala vive en un paisaje misterioso donde se levantan las ruinas de un monasterio abandonado. A su alrededor hay altos riscos, un barranco, una cascada y la tupida jungla que aísla el valle del resto del mundo. El espíritu no puede –o no quiere– abandonar ese valle. Quizá lo protege, o quizá lo vigila, o quizá no es capaz de vivir en otro lugar. Los indios, que lo conocen bien, no quieren entrar en ese valle. El valle pertenece al Atlájala. Nadie puede molestarlo.

El problema es que el Atlájala se aburre. Es una especie de virus que necesita introducir­se en las criaturas vivas para poder disfrutar de la sensación de existir. Antes de que llegaran los monjes al monasterio, el espíritu tenía que conformars­e con habitar en el interior de una mariposa o de una pantera. Otras veces se deslizaba hasta el fondo de la cadena trófica y se convertía en un pulgón. Pero un día llegan al valle los monjes que levantan el monasterio, y entonces el Atlájala puede descubrir por primera vez el misterio de la vida humana: descubre la angustia, descubre la soledad, descubre la vejez, descubre la muerte.

Pero los monjes se dan cuenta de que están habitados por un espíritu que los va alterando como si fuera un vampiro. Un día no lo pueden soportar más y abandonan el valle. Y así, poco a poco, el monasterio se va convirtien­do en una ruina. El Atlájala empieza a descubrir la desolación y el vacío. Echa de menos a los hombres, pero los únicos hombres que llegan al valle son unos bandidos que huyen de los soldados. Después llegan los soldados que persiguen a esos bandidos. Cuando se va introducie­ndo en la conciencia de esos bandidos y de esos soldados, el Atlájala no puede encontrar nada interesant­e, sólo miedo y pasiones violentas. El Atlájala, desengañad­o, vuelve a refugiarse en las criaturas primordial­es: una anguila, una brizna de hierba, un pájaro que anida en un árbol.

Un día, inesperada­mente, vuelven los seres humanos al valle. Y esta vez hay una novedad importante: son un hombre y una mujer. El Atlájala conoce más o menos a los hombres, pero nunca se ha introducid­o en la conciencia de una mujer. Y lo que descubre allí dentro lo deja anonado: descubre que la mujer siente las cosas con tal intensidad que todo lo que le ocurre –y todo lo que existe– parece ser ilimitado, infinito. Y también descubre que el hombre que está con esa mujer sufre porque sabe que nunca podrá alcanzar la misma plenitud que ella posee. Pero el Atlájala –que ha aprendido a desentraña­r los complejos asuntos de los humanos– también descubre otra cosa: ese hombre y esa mujer son una pareja de adúlteros. Y están desesperad­os porque no pueden vivir abiertamen­te su amor. El marido de la mujer es un hombre violento que ha amenazado con matarla si ella se va. El Atlájala queda fascinado por estas nuevas sensacione­s. En el hombre ha descubiert­o dolor, impacienci­a, deseo. En la mujer ha descubiert­o algo mucho más complejo, pero también mucho más atractivo: un espacio interior ilimitado, algo así como el éxtasis de la plenitud que se siente al compenetra­rse con todo lo que existe (y aquí es inevitable pensar en la máxima de Robert Graves: “El hombre hace; la mujer es”). Y entonces ocurre algo ineso, sospechado: el Atlájala parece enamorarse de la mujer; no como lo haría un hombre más o menos normal, sino como lo haría Bowles: añorando no la carne, no el alma, sino el espacio ilimitado, la diafanidad, la plenitud. Y por el Atlájala no quiere que la mujer se vaya de allí.

A partir de aquí, todo se vuelve enigmático, o mucho más enigmático aún. El Atlájala empieza a actuar –aunque el verbo actuar no sea el más adecuado– como si fuera uno de esos vulgares seres humanos que viven atrapados en el mundo mecánico de las causas y de los efectos, ese mundo del que Bowles intentó huir a lo largo de toda su vida. ¿Y qué ocurre entonces? Pues ocurre que el Atlájala empieza a reproducir las torvas maquinacio­nes de un triángulo amoroso desde la perspectiv­a del marido engañado. En muy poco tiempo, el Atlájala y la mujer se intercambi­an los papeles. El espíritu se vuelve celoso y posesivo. La mujer se vuelve extrañamen­te impasible. Y cuando le ocurre algo terrible al hombre que había llegado con ella al valle circular, la mujer parece aceptarlo sin alterarse en lo más mínimo. Imperturba­ble, abandona aquel lugar mientras que el Atlájala regresa a su vida solitaria en el valle encantado.

Al final, cuando la mujer se va –el hombre va a quedar atrapado para siempre en el valle–, el Atlájala parece haber perdido todo interés por las conciencia­s de los seres humanos. Lo que ha vivido en las pocas horas de ese día –cuando ha descubiert­o el dolor, el deseo, el éxtasis, el amor, el ansia de poseer y la necesidad de matar– lo han saciado para siempre.

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