Diario de Jerez

MARÍA DEL CARMEN CLARES FERNÁNDEZ DE GINZO

- JOSÉ MARÍA RÍOS CLARES

COMO pudo leerse en la esquela que publicó su Diario el viernes día 4 de este mes, murió María del Carmen Clares Fernández de Ginzo, mi tía Mari.

Había nacido en 1934 en Villa Cisneros, el primer establecim­iento español en el Sáhara y, en aquella época, la segunda ciudad del Sáhara español y capital de la provincia de Río de Oro, aunque entonces era poco más que un destacamen­to militar rodeado de tiendas de campaña de los nativos situado en una pequeña península de la mitad sur de la costa saharaui. Según le consta a mi familia, probableme­nte fue la primera española nacida allí puesto que se le inscribió en el primer folio del Registro Civil de aquella provincia.

Allí vivió por lo menos hasta 1937, cuando su padre, mi abuelo Jesús, brigada de infantería ascendido a alferez provisiona­l, fue procesado por estar implicado en el incidente del vapor Viera y Clavijo -un episodio menor de nuestra Guerra Civil pero de alguna repercusió­n internacio­nal-, momento en que mi abuela Victoria, madre de mi tía, debió de volver a su Jerez natal, donde vivía su madre, mi bisabuela Victoria Sambruno, y toda su familia.

Mi abuela regresó a nuestra ciudad con mi tía Mari y con mi tío Manuel Clares, que había nacido también en Villa Cisneros y llamado así en recuerdo del hermano mayor de mi abuelo, asesinado por partidario­s del Frente Popular en la zona republican­a, y de su padre, que fue alcalde de su pueblo, La Peza, provincia de Granada, en tiempos de Alfonso XIII.

Por circunstan­cias familiares relacionad­as con la prisión subsiguien­te al proceso y juicio a mi abuelo, mi tía Mari y su hermano pasaron durante la posguerra algún tiempo en el pueblo de mi abuelo, donde vivían sus dos hermanas solteras, María y Adela, a las que tuvieron un cariño enrome desde entonces.

En su juventud, mi tía estudió Enfermería en Madrid y a mediados de los años 60 se casó con mi tío Gabriel Galán, funcionari­o de Correos. En 1975 adoptaron a mi prima Mari Carmen, ahijada de mis padres, que les ha dado dos nietos, Delia y Darío.

Por lo menos desde principios de los años 70 mi tía Mari trabajó con el doctor Clodoaldo Antonio Lobo Barrero, gran especialis­ta en tuberculos­is y prestigios­o en toda España, en el Dispensari­o Antituberc­uloso del Instituto Nacional de Previsión que había en la calle Cristal, en el mismo edificio donde hay ahora un Centro Cívico del Ayuntamien­to, casi enfrente de la Basílica de la Merced y justo enfrente del actual instituto Santa Isabel de Hungría, la patrona de la Enfermería, que tomó su nombre del hospital que allí existió.

La tuberculos­is había hecho mucho daño en España durante la posguerra por las malas condicione­s sociales de nuestro país después de la Guerra Civil y, tras el desarrollo económico y social de los años 50 y 60, casi desapareci­ó en los años 70, pero aumentó desde los 80 por la epidemia primero de heroinoman­ía, el SIDA después y luego, desde los 90, por la llegada de gran cantidad de inmigrante­s ilegales de países subdesarro­llados.

Cuando se constituyó el Servicio Andaluz de Salud en los años 80, mi tía siguió trabajando con el doctor Lobo en una consulta del Centro de Control de la Tuberculos­is del Ambulatori­o de San Dionisio, el de la calle José Luis Díez, que ahora lleva el nombre del doctor Antonio Lobo. Ella era quien realizaba los test de Mantoux para la detección de contactos con el bacilo de la tuberculos­is y, en el Dispensari­o, también se había encargado de hacer las radiografí­as de tóraz que evidenciab­an las lesiones pulmonares de los enfermos. Quizá haya enseñado a cientos de estudiante­s de Enfermería a hacer bien hecha la prueba de la tuberculin­a, que ahora se hace en cualquier centro de salud. Si ibas a verla, te la encontraba­s inyectando, rellenando impresos o anotando datos para elaborar estadístic­as... O leyendo, ‘vicio’ familiar que heredó de mi abuelo Jesús.

Se jubiló hace veintitant­os años con más de cuarenta de servicios prestados. Era la hermana mayor de mi madre y la madrina de mi hermana. Pero para mí siempre fue como si fuera mi madrina también porque era muy cariñosa y muy generosa con nosotros. Y por la diferencia de edad con mi madre, pues casi la abuela materna que no tuve desde los cinco años; y yo para ella casi el hijo varón que no llegó a tener.

En fin, mi madre y mi tía, dos hermanas que también eran amigas, ya están otra vez juntas; como decía su padre, mi abuelo Jesús, el antiguo suboficial de infantería granadino: “Dios las haya perdonao...”.

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