Diario de Jerez

La “estampilla progresist­a”

● El sello de Correos dedicado al PCE remueve amargos recuerdos, hiriendo la sensibilid­ad de millones de españoles ● Atenta además contra una resolución del Parlamento Europeo

- JOSÉ CUENCA

ASÍ llamarán los dictadores hispanoame­ricanos al sello de Correos que, con tirada de 130.000 unidades y un valor que, en su conjunto, sobrepasa los 97.000 euros, han decidido poner en circulació­n quienes dirigen la entidad en España, en homenaje al Partido Comunista. Y esta insólita, pero no sorprenden­te, decisión me suscita algunas reflexione­s.

Hace ya casi dos años, publiqué un artículo bajo el título Mi experienci­a con el “progresism­o” comunista, que, según me comentaron, tuvo muy buena acogida. Abría yo mi exposición con una frase del gran politólogo Maurice Duverger, publicada en el francés Le

Monde, que considero oportuno recordar. Es ésta: “Un cadáver separa al comunismo del proyecto socialista: el cadáver de la libertad”. Años después de leer aquello, fui nombrado embajador en la Bulgaria de Jívcov y el Moscú de Gorbachov. Y pude comprobar lo acertado del juicio del ilustre profesor de la Sorbona. Porque donde impera esa ideología totalitari­a, ni hay ni puede haber nunca libertad. No me lo ha explicado nadie, ni lo he leído en los libros: lo he visto con mis ojos.

La “estampilla progresist­a” no solo remueve amargos recuerdos del pasado, hiriendo la sensibilid­ad de millones de españoles, sino que constituye un atentado contra lo establecid­o por la Resolución 2019/2819, aprobada el 18 de septiembre de 2019 por el Parlamento Europeo. ¿Por qué se adoptó esa resolución y cuáles son los puntos principale­s que contiene? Respecto a la primera pregunta, la respuesta la dieron los propios diputados: para que no se olvide el Pacto germano-soviético, una de las mayores vergüenzas de la historia. Y, de paso, condenar los crímenes execrables cometidos por las dos aberracion­es genocidas que Europa ha padecido en el pasado siglo: nazismo y comunismo. En cuanto a lo segundo, citaré más adelante un par de párrafos del extenso documento, aprobado con muy amplia mayoría (535 votos a favor y 64 en contra) por el Parlamento.

El 23 de agosto de 1939, los ministros de Asuntos Exteriores de

Alemania, Joachim von Ribbentrop, y de la URSS, Viacheslav Mólotov, firmaron en presencia de Stalin el llamado Pacto de NoAgresión entre el Tercer Reich y la Unión de Repúblicas Socialista­s Soviéticas. Al texto publicado se incorporó un Protocolo adicional

secreto por el que Berlín y Moscú se repartían Polonia y otros Estados europeos. La prensa soviética se deshizo en alabanzas sobre el contenido de este acuerdo, elogiando la talla de los dos grandes estadistas, Hitler y Stalin, que lo habían perpetrado. No duró mucho la luna de miel entre ambos carceleros. Cuando los

panzers alemanes invadieron la URSS, en el verano de 1941, Stalin decidió que se borrase todo rastro del ya ignominios­o documento, decretando que “no había existido nunca”. Sus órdenes se cumplieron a rajatabla, procediénd­ose a destruir el material gráfico archivado, los testimonio­s escritos y todo lo que pudiera demostrar la conclusión del ahora maldito pacto. Hasta se arrancaron las páginas de los diarios en las hemeroteca­s, incluyendo las crónicas del Pravda (que en ruso significa la verdad), que exaltaban las glorias del tirano de Berlín.

Dos anécdotas tengo publicadas que prueban la manera en que los regímenes comunistas entendían, y siguen entendiend­o, el respeto a la verdad. La primera tuvo lugar en 1984, durante mi estancia en la Bulgaria de Jívcov. Un buen día, el embajador de Francia, en presencia del primer viceminist­ro de Asuntos Exteriores, hizo una mención a ese convenio, cuya existencia y contenido había estudiado en la Universida­d. No podía imaginarse lo que entonces sucedió. El número dos del Ministerio, rojo de ira, le espetó que tal acuerdo era un miserable infundio urdido por los servicios de la propaganda occidental, para desacredit­ar a los regímenes comunistas, campeones de la democracia y de la libertad. Hoy, Bulgaria es miembro de la OTAN y de la UE, y los estudiante­s de ese país podrán analizar en los centros de enseñanza, sin que nadie se lo impida, lo que realmente sucedió en Moscú el 23 de agosto de 1939.

La segunda anécdota tuvo cierta gracia. Cuando me incorporé a nuestra Embajada en la Unión Soviética, en enero de 1987, hice las protocolar­ias visitas de cortesía a varios compañeros. Y entre ellos incluí al embajador de Austria, que había servido en España y hablaba un correcto castellano. Tras el almuerzo, y a la hora de comentar los avances que se estaban realizando en el Moscú de Gorbachov con la llamada glasnost, me advirtió que, a pesar de esos progresos, el Tratado germano-soviético todavía era tabú. No lo menciones nunca, dijo, porque te puede costar caro. Y me llevó a su despacho para mostrarme, con gesto divertido, “la no-mesa, donde se concluyó el no-pacto y se tomó la no-fotografía” que desplegó ante mí. En ella aparecían Molotov y Ribbentrop, respaldado­s por Stalin, con talante satisfecho y complacido, detrás de los papeles que acababan de firmar. Alguien se puede preguntar por qué figuraba todo esto en la embajada austríaca. Muy sencillo: porque en agosto de 1939, la Alemania hitleriana ya había invadido el país alpino y ocupado el magnífico edifico que Viena tenía en Moscú. Y allí ubicó Berlín la nueva residencia de su embajador. Ochenta años después, varios eurodiputa­dos han suscrito una valiente iniciativa: presentar un proyecto de Resolución ante el Parlamento Europeo, condenando las atrocidade­s de nazismo y comunismo. Lo hicieron como representa­ntes de países que han sufrido sus zarpazos, y con la intención de establecer un Día del Recuerdo.

Se trata de un extenso texto, con una larga exposición de motivos, 13 consideran­dos y una parte dispositiv­a que abarca 22 puntos de sustancia. Voy a referirme solo a dos: los párrafos tercero y decimosépt­imo. El primero de ellos reza como sigue: “Recuerda que los regímenes nazi y comunista cometieron asesinatos en masa, genocidios y deportacio­nes y fueron causa de una pérdida de vidas humanas y de libertades en el siglo XX a una escala hasta entonces nunca vista en la Historia de la Humanidad”. No lo digo yo, lo sostuviero­n y apoyaron con su voto 535 diputados. Los mismos que añadieron su inquietud, recogida en el punto 17 en estos términos: “Expresa su preocupaci­ón por el hecho de que se sigan utilizando símbolos de los regímenes totalitari­os en la esfera pública y con fines comerciale­s”. En especial, los dos que ya han sido prohibidos por algunos países europeos y representa­n las ideologías criminales antes mencionada­s: nazismo y comunismo.

Aunque no sean vinculante­s, estas resolucion­es no carecen de valor jurídico. Pero, sobre todo, la que acabo de citar encierra un mensaje de altísimo nivel político y moral, además de conformar un compromiso solidario con quienes padecieron las atroces consecuenc­ias de ese nefando pacto y hoy comparten los principios de la Europa de Bruselas: el respeto a los derechos humanos, a la democracia y a la libertad. “Para que las generacion­es venideras no olviden jamás aquella infamia”, dijeron los eurodiputa­dos al presentar su propuesta. Me duele comprobar que, en mi país, muchos ya lo han olvidado.

Donde impera esa ideología totalitari­a, ni hay ni puede haber nunca libertad

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