Pablo Bujalance
La noticia saltó en su momento a los escaparates habituales del periodismo político y cultural como un signo definitivo de los tiempos: en enero de 2017, las ventas de la novela de George Orwell publicada en 1949, se habían disparado un 10.000% en Estados Unidos. En muchos países europeos, incluida España, la obra recuperó también una categoría de de la que en realidad no se había apeado nunca, con cada reedición despachada con alegría. En EEUU, no obstante, la demanda del libro adquiría un significado determinante a tenor del contexto: en aquel mismo de enero, la consejera presidencial del recién investido Donald Trump, Kellyanne Conway, empleó por primera vez la expresión “hechos alternativos” para referirse a lo que había sido, llanamente, una mentira: la que articuló el secretario de Prensa de la Casa Blanca, Sean Spicer, cuando afirmó que la emisión de la misma investidura de Trump había recabado la mayor audiencia no sólo en la historia de EEUU, sino en todo el mundo. Ante la fácil demostración de la falsedad de esta declaración, Conway replicó que su administración trabajaba con estos “hechos alternativos” que, de inmediato, una amplia representación de la sociedad estadounidense vinculó con el Ministerio de la Verdad que Orwell había imaginado en su novela. No faltaron, en los análisis al respecto, las consideraciones sobre el éxito de vaticinio del autor de
sobre lo que cabía esperar de un mundo en el que las peores pesadillas anunciadas por sus escritores acaban haciéndose realidad, como en una condena irremediable.
Y cabía lamentar, de nuevo, la definición común de la novela distópica, y por extensión de la ciencia-ficción, como género de anticipación, como suerte de adivinanza por la que los autores lanzan sus predicciones sobre el futuro como mercachif les esotéricos o, con un poco de suerte, como profetas dotados de buena intuición. Todavía hoy una escritora tan merecedora de respeto como Margaret Atwood se esfuerza en sacar sus distopías del saco de la cienciaficción al insistir en que su preocupación a la hora de escribir no está en el futuro, sino en el presente, exactamente igual, aunque ella parezca desconocerlo, que la ciencia-ficción, tal y como había insistido, aunque con bastante menos éxito, la gran Ursula K. Le Guin. Por mucho que su título (por el que Orwell optó en una resolución final in extremis) parezca proyectarse hacia el porvenir, aborda el presente en que fue escrita, un presente conducido al esperpento, al espejo deforme en que leemos 1984 en lugar de 1948, el año en que un Orwell enfermo y en plena sequía creativa tuvo una idea que no era ni original ni demasiado audaz, pero que resultó genial mucho más allá de su propio talento. Aquel presente, por supuesto, es también el nuestro: Orwell comprendió los mimbres de la sociedad de masas que alumbró la posguerra y acertó a retratarlos con una fidelidad que nos permite comprender hasta qué punto esos mimbres se mantienen operativos. Todo esto, y a partir precisamente de los “hechos alternativos” de Kellyanne Conway como detonante, aborda el periodista británico Dorian Lynskey (Norwich, 1974) en su ensayo
recientemente publicado por la editorial Capitán Swing con la traducción de Gema Facal Lozano y presentado como una biografía del
de Orwell. Lynskey es un autor de gran éxito en el ecosistema del periodismo cultural, especialmente en su concreción musical, a la que ha abordado a menudo desde una óptica política (su bibliografía incluye otro ensayo inolvidable,
que en construido si se quiere como un estudio cultural, surte efectos harto interesantes. La biografía de concluye a lo largo de gran parte del relato con la del propio Orwell, ya desde 1936 y su experiencia en la Guerra Civil Española vertida en su
fue en aquel trance donde, al igual que su amigo Arthur
una incipiente estrella: Pelé. Brasil sería la campeona. Pero la memoria no olvida que también fue el Mundial de un extraño remiendo con forma de futbolista. El carioca Garrincha era deficiente mental, tenía metido los pies hacia dentro, una pierna medía seis centímetros más que la otra y tenía la espina dorsal curvada como una hoz. Todo lo indispensable para hacer de él uno de los mejores jugadores de todos los tiempos.
La cita de Qatar llegó con su consabido olorín a edición corrupta (cuestión aparte de los derechos humanos). Mundiales sucios los hubo antes, como el de Argentina 78 (el de la dictadura de Jorge Rafael Videla y el sospechoso 6-0 endosado por la albiceleste a Perú); el de Japón-Corea del Sur en 2002 (arbitrajes favorables a los surcoreanos frente a Italia y sobre todo ante España, con el inefable árbitro egipcio Al-Gandhour); o el más lejano de Inglaterra 66, con ese gol que no fue pero que se le concedió a los ingleses frente a Alemania (tal vez porque la zamarra encarnada que usó Inglaterra se la considera una de las más bellas de la historia). Fue aquí, en el país de los inventores del fútbol, donde a un dirigente de la FIFA se le ocurrió el uso de las tarjetas amarillas y rojas para sancionar el fútbol punible entre jugadores. Sucedió a la vuelta de un partido en Wembley, mientras aguardaba en
Luciano Wernicke. Altamarea. Madrid, 2022. 336 páginas. 21,90 euros