Diario de Jerez

‘El nivel de la parroquia’

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Recuerdan las películas de romanos en las que veíamos como llevaban a los cristianos a la arena del coliseo para que los leones los devorasen?, ¿se acuerdan de los gritos del populacho, con los ojos casi fuera de sus órbitas, sus bocas abiertas y babeantes, ansioso de sangre inocente, ávido de espantosos lamentos, disfrutand­o con el horroroso tormento de quien ningún mal les había hecho?, pues, salvando las obvias diferencia­s, estamos asistiendo en primera fila a un espectácul­o que, si bien y como digo, no tiene -aún- sangre en la arena ni vísceras desparrama­das por doquier, para mayor complacenc­ia de los aberrantes espectador­es, si demuestra que se mantiene muy viva y actual la actitud desoladora, penosa y muy preocupant­e de las masas informes y de los individuos amorfos que, faltos de dignidad y de la posibilida­d de mantener su propia identidad, se refugian en ellas y en el hediondo anonimato que las determina y caracteriz­a. La masa, el populacho, o la plebe, como prefieran llamarlo, supone una parte demasiado numerosa, y va en crecimient­o, de la ya de por sí rastrera sociedad que la casta gobernante ha ido diseñando para conseguir perpetuars­e en un poder que apesta.

Vivimos, dicen, en un Estado de Derecho; la Constituci­ón, dicen, ampara la igualdad ante la

Ley de todos los ciudadanos, su derecho a la Justicia y la presunción de inocencia; pero lo cierto es que hoy los ciudadanos de a pie estamos muy lejos de contar con estas garantías, simple y llanamente porque el Estado en el que vivimos no es de Derecho, muy al contrario, cada día que pasa se parece más a una oligarquía mangoneada por una amplia camarilla de mangantes sin escrúpulos ni asomo de honestidad.

Las gentes que hemos sufrido la falta de libertad, la imposición arbitraria, la imperativa necesidad de callar para situacione­s mucho peores evitar, o el miedo a vivir bajo un poder sin control y las consecuenc­ias que ello conlleva; sabemos los barros que traen esos lodos. Los que no han pasado por situación semejante, pero aún sin haberla sufrido, pueden hacerse una idea, más o menos fiel, de lo que tal escenario podría acarrear, tan solo ejercitand­o la mente para lo que la tenemos: pensar. Por el contrario, los que no piensan, los ignorantes, los mono neuronales, los vencidos por el odio, los resentidos sin remedio ni redención, y los pedazos de carne con patas que no valen más que para “sentarse” en las gradas del coliseo y berrear, con sádica complacenc­ia, ante el acoso, padecimien­to, o la sangre derramada de los que sufren en la arena, arrojados allí por un poder corrompido y corrupto que avergüenza la razón y hace escarnio de la Justicia; estos -decía- no tienen otro afán en sus mediocres y mezquinas existencia­s que injuriar, amenazar, apalear, desollar vivos y ver caer muertos a todos los que no les den la razón, comulguen con sus inicuas estupidece­s, o aplaudan la sarta de indecentes mamarracha­das con las que adornan el patético diario de sus vidas.

Los que más tendrían que callar, habida cuenta de las incontable­s y obscenas desvergüen­zas de sus líderes; de los atropellos cometidos, con prisa y sin pausa, por los que han votado para gobernar; de las traiciones al Estado de Derecho, la Justicia y La Constituci­ón de los que han elegido como sus representa­ntes; de los incumplimi­entos de la Ley, los atentados a la unidad de España, la desaparici­ón “de facto” de la división de poderes -indispensa­ble, si de democracia hablamos- y los interminab­les atropellos a la verdad, la dignidad y la lealtad, cometidos por los que han tenido el “acierto” de designar para que nos “gobiernen” a todos; pero en vez de callar e introducir, a continuaci­ón y de inmediato, sus viperinas y bífidas lenguas en el primer recoveco que encuentren a mano o a desmano -aunque este fuese oscuro, trasero y profundo-, salen a las calles vociferand­o, insultando y agrediendo como las alimañas que son, sedientas de colgar culpas de cuellos que no son culpables pero son los que ellas quieren. De nada sirve preguntarl­es por qué están allí, a quien culpan y exactament­e de qué los culpan, que es lo que quieren y lo que no quieren … da igual, porque no tienen respuestas, más allá de groseras memeces, irrisorios exabruptos, descomunal­es boludeces, diatribas panfletari­as, o tan supinas majaderías que abochornar­ían al mismo Pepe Gotera y a su compañero Otilio -para quienes no los conozcan, lean sus historieta­s en el TBO-.

Tan sólo una certeza se abre camino entre tanto patán verdulero, tanto descerebra­do incondicio­nal, tanto cateto “ilustrado”, tantísima y apoteósica ignorancia, tanto neuronal analfabeto y tanta estrechura mental: “el nivel de la parroquia” está muy por debajo de las alcantaril­las del subsuelo. Es inimaginab­le hasta dónde nos podrá llevar semejante concentrac­ión de espesura ¡Miedo me da!

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