La casa por la ventana Crítica de Cine
Ni siquiera hacía falta que el redentor personaje de la niña de la librería nos recordara que este remake del clásico de culto pop de los noventa protagonizado por Patrick Swayze no deja de ser un western de mamporros para tiempos masculinidades autoparódicas.
Rescatado del circuito clandestino de peleas y otrora campeón caído en desgracia, nuestro impertérrito, solitario, socarrón e hipermusculado Jake Gyllenghaal llega a unos Cayos de Florida sin ley dispuesto a proteger de gamberros, matones y maleantes el último local nocturno de la zona que se resiste a la venta para la especulación inmobiliaria.
Todo se apuesta aquí a su estoicismo de estirpe eastwoodiana antes de ponerse a repartir estopa a diestro y siniestro, en esos tiempos muertos de barra, barco, pesadillas y romance, pero sobre todo en la escalada de peleas con lección de anatomía a la espera de que Conor McGregor, famoso luchador irlandés de artes marciales mixtas convertido aquí en personaje de dibujos animados, entre en acción como único oponente digno.
El especialista Doug Liman, que un día cultivó la ingravidez como marca de la casa (Jumper, Al filo del mañana, Barry Seal), se decanta ahora por el efectismo fotográfico al estilo Miami Vice pero sobre todo por convertir cada pelea en un catálogo de gestos de vídeojuego y punto de vista con más mecha y pantallas de las necesarias.
Después de convertir la violencia de género intrafamiliar en un ejercicio de escalada de terror en su premiada Custodia compartida, el francés Xavier Legrand sigue interesado en indagar en los sótanos y rincones de la herencia, ahora en las claves de un relato que aspira a la metáfora, moda mediante, pero que por momentos roza la auto-caricatura.
Protagonizada por un afamado diseñador francés (Marc André-Grondin, algo excesivo) en plena crisis de ansiedad que tiene que acudir al entierro de su padre en Canadá tras años de nula relación, la cinta de Legrand nos conduce engañosamente por los derroteros del drama familiar y la psique atribulada por el legado genético para abrirse, tras un abrupto giro subterráneo, a los caminos del thriller sobreescrito y caprichoso, capaz de pasar en cuestión de minutos de la revelación más atroz a una no menos inverosímil sucesión de decisiones, accidentes y quiebros que ponen al espectador más paciente contra las cuerdas a pesar del nuevo molde de género en el que se asienta el relato.
Impulsada a una deriva fatalista y trágica entre brotes de llanto, mensajes de WhatsApp y acciones muy poco creíbles, El sucesor deviene así una montaña rusa de sorpresas y revelaciones donde la metáfora choca frontalmente con el artificio y el trasfondo de fábula cruel sobre la trasmisión hereditaria (del mal) se diluye entre azares de torpe guionista intentando atar todos sus cabos.