Diario de Jerez

LA PALABRA PERSEGUIDA

- FELIPE ORTUNO M.

TODA mi vida, de una manera u otra, la he dedicado a la palabra. Ha sido y es importante, supongo que como para tantos otros, para comprender la realidad de lo que hay, lo que se ve y lo que no. La esencia de mi vida ha estado ligada a la palabra, al pensamient­o y a la trasmisión de este. En todo lo que he hecho, nada hay que haya podido prescindir de ella; incluso en mis silencios. Porque los silencios requieren del pensamient­o interior, que se construye con las mismas palabras que se expresan. Lo que se dice y lo que se calla, son palabras, son ideas y construcci­ones. El cómo se diga será otra cuestión; pero decir es palabra, y la palabra es lo que somos tanto como lo que expresamos o cómo lo hagamos.

Somos palabra, verbo andante, existente, silente o dialogante. Con ella nos situamos en el mundo y ante las personas; da igual el idioma, importa su ser mismo, que nos sitúa en el espacio del espíritu de la comunicaci­ón o en la geografía del espacio. Como dice el prólogo de evangelio de Juan: “La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros”. Más allá de la expresión religiosa, es una realidad incontrove­rtible; más allá de su metafísica, es física palpable e imprescind­ible; signo simbólico capaz de llevarnos a esa otra realidad que superó al aullido arqueológi­co del primate.

Aún reconocien­do en el aullido la primera aproximaci­ón al significad­o, la palabra constituye para nosotros el instrument­o más evoluciona­do de entre todos los vectores de comunicaci­ón y definición del hombre mismo. Por ella nos conexionam­os, con ella entendemos, desde ella cavilamos y es en ella donde existimos, más allá del mendrugo primario, más allá del gruñido animal y rastrero. Por la palabra ascendemos a las ideas, y en ella construimo­s cultura, pensamient­o y civilizaci­ón.

Desdichada­mente, todavía coexistimo­s con el grito y el aspaviento, aún quedan restos del australopi­thecus robustus incapaz de asimilar la palabra humanizado­ra. Subsisten, incluso, bramidos prehistóri­cos, rugidos ágrafos y gritos onomatopéy­icos, que hacen peligrar el avance civilizato­rio de la humanidad y la palabra.

Aquello que con la palabra hizo girar el mundo, transfigur­ar la esencia del hombre y dar aliento con el lenguaje, se está yendo por el desagüe del progreso regresivo. La palabra creadora del mundo, que el hombre mítico puso en boca de Dios, se está desvirtuan­do en el jeroglífic­o telemático, en la incomunica­ción verbal de los nuevos planes de estudio y en el distanciam­iento carnal de los individuos.

La palabra, puente de pensamient­os y emociones, se está convirtien­do en ‘emoticones’; los sentidos en representa­ciones de orejas, narices, labios y grafitis mudos; los juicios en sonidos ininteligi­bles; las pasiones en corazones repetidos y palpitante­s, que lo mismo sirven para expresar amor que para trasmitir un infarto. Así con todo. El puente interno entre signo y significad­o se agrieta cada vez más; la capacidad de unir las dos orillas, que constituye­n al ser pensante con su pensamient­o, se diluye en la bruma de un progreso impersonal donde la asombrosa técnica pedagógica destierra el espíritu de la humanidad trascenden­te.

¿Pueden los signos trasmitir el espíritu de las palabras? ¿Pueden trasportar el aroma de la realidad? El perfume de una palabra, la fragancia de su sentido desaparece en el espacio de la manipulaci­ón tecnológic­a y en el empobrecim­iento del vocabulari­o actual con los nuevos planes educativos. De tal modo que, a menor vocabulari­o en nuestro haber, mayor probabilid­ad de ser manipulado­s por quienes dominen el lenguaje y la palabra. ¡Qué importante es la palabra! Quien la tenga disfrutará del dominio.

¿No querrán los poderes fácticos desasistir­nos de la palabra para mantenerse en la posesión del mando? ¿Os dais cuenta de hasta qué punto la palabra es importante para todos? En ella residen la dignidad, el poder y la fuerza creativa de la comunicaci­ón. Quien la tenga sostendrá la humanidad; o quizá la capacidad para deshumaniz­arla. Una ambivalenc­ia que conocen muy bien quienes ostentan el poder. Ningún arma más poderosa que ella: sirve para pensar, y si nos despojaran de ella, si nos la extirparan, habrían ejecutado una lobectomía cerebral.

Sin las palabras habría que decirles adiós a los sentimient­os, despedirno­s de las emociones y claudicar a los pensamient­os genuinos capaces de hacernos libres y verdaderam­ente humanos ¡Qué drama no poder expresar la sed de ser libres o el hambre de justicia ante los atropellos venideros! Hasta ese punto. La palabra, capaz de crear y transforma­r la realidad, como lo hiciera el Dios primigenio y creador, quedaría a merced de cualquier ídolo de barro y en manos de los indeseable­s que conculcan la dignidad en la arbitraria proyección educativa.

Si perdemos las palabras, habremos entrado en la verdad silenciada, en el atropello del hombre y en el silencio vacío de significad­o. Los poderes fácticos saben que el tesoro de la civilizaci­ón está contenido en la palabra. Poseerla significa dominar el futuro tanto como el presente. Pero desactivar­la conllevarí­a la pérdida irremediab­le del pensamient­o, la conciencia y la decisión plausible de desautoriz­ar a cualquier tirano que nos la quisiera robar. Parafrasea­ndo a Celaya: ‘la poesía (la palabra) es un arma cargada de futuro… son gritos en el cielo, y en la tierra, son actos’. Negro sobre blanco, la palabra no se la lleva el viento. Doy mi palabra. Salvo que unos drones bombardero­s, teledirigi­dos desde la filantrópi­ca Irán, hienden el espacio aéreo de la diplomacia en la Moncloa.

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