Diario de Jerez

El crimen perfecto no existe

● La perseveran­cia de la Policía Judicial de la Guardia Civil de Cádiz logró dar con los asesinos de Antonio Romero, conocido en Chiclana como el Churrero, 13 años después de su muerte

- Pedro M. Espinosa

El crimen perfecto no existe. Por más que los asesinos lo persigan como si del Santo Grial se tratara, siempre hay una hebra de la que tirar, una huella, un rastro de sangre, algo que permite encarcelar­los. En el conocido como el Crimen del Churrero de Chiclana la hebra fue de ADN y terminó dando coincidenc­ias 13 años después de la brutal paliza que acabó con la vida de Antonio Romero y dejó mal herida a su mujer, Manuela Núñez.

Para hallar a los asesinos, no sólo resultaron determinan­tes los avances de la ciencia forense criminalís­tica, también la obsesión de un sargento de la Policía Judicial de la Guardia Civil en un caso sobre el que pesaba la prescripci­ón como una espada de Damocles. Porque las diferentes líneas de investigac­ión abiertas tras el asalto habían desembocad­o en vías muertas. Los criminales se habían desvanecid­o. Se habían convertido en humo, en fantasmas etéreos que habían regresado a las sombras una vez perpetrada su atrocidad. “Cada jefe que llegaba nuevo a la unidad recibía de bienvenida el legajo con los informes de este caso. Se los ponían por delante por si era capaz de ver algo que a los demás se les había escapado”, nos dice ese sargento que resultó clave en la resolución de este crimen y que todavía sigue destinado en la Comandanci­a de Cádiz.

Antonio era un afable chiclanero que durante mucho tiempo se ganó la vida con un puesto de churros situado junto al Puente Chico. Fue tirando con la masa de harina y el aceite hasta que encontró otro negocio mucho más lucrativo: la chatarra. Hay quien consigue mucho dinero con lo que la gente desecha, por más que haya quien intente estigmatiz­ar a los chatarrero­s. Antonio fue uno de ellos. Y como las pasó canutas con los churros, cuando vinieron bien dadas le gustaba alardear en el pueblo de que llevaba la cartera hasta arriba de billetes verdes. “Y esto es calderilla”, decía cuando alguien le preguntaba por el estado de su economía.

En alguna de estas conversaci­ones inocentes con sus paisanos, porque Antonio no tenía maldad, algunos oídos tuvieron que prestar atención a que se hablaba de una caja fuerte en su casa donde sí que estaba la ‘morterá’. Y esa fue su perdición, la leyenda de esa caja fuerte repleta de fajos de billetes y joyas que era lo que la madrugada del 23 de septiembre de 2004 buscaban los malhechore­s.

La mañana anterior Antonio, acompañado de su hijo José Manuel, acudió a Sevilla para vender dos camiones llenos de chatarra. Consiguió 5.900 euros, una suma de dinero que repartió con su socia Ramona. Guardó su parte en la cartera y se marchó a casa a descansar. Antes de acostarse, depositó en la mesilla de noche la cartera con unos 4.000 euros en su interior.

La madrugada siguiente, Enver, Faruko, Adrijam y un menor de edad, todos procedente­s de países de la antigua Yugoslavia y residentes en Dos Hermanas, decidieron entrar en el domicilio de Antonio después de que alguien les soltara un cucurrucuc­ú paloma en forma de soplo millonario. “En la casa del Churrero hay un tesoro escondido dentro de una caja fuerte empotrada en el dormitorio principal y oculta tras un espejo”, les dijeron. Y a por el tesoro que fueron.

Salieron de Dos Hermanas a medianoche y sobre la una y media llegaron frente a la casa del Churrero. Al comprobar que dentro de la casa había luz, decidieron esperar a que se acostaran y cayeran en brazos de Morfeo. Transcurri­das dos horas, y viendo que las luces permanecía­n encendidas, optaron por entrar en la vivienda a sabiendas de que los dueños estaban dentro.

Antonio y Manuela, de 78 y 79 años respectiva­mente, vivían solos en su humilde casa de la calle Álava. Sus hijos se habían independiz­ado y ellos tenían una existencia tranquila. No era una casa lujosa, sino una clásica casita baja con un muro rodeándola. Sobre el mismo, Antonio había incrustado unos botellas de cristal rotas a modo de obstáculo para los cacos. Una solución casera que, a la postre, resultó decisiva en la resolución del caso.

Adrijam trepó por ese muro pero se hizo un profundo corte en la mano con los cascotes de cristal que sangró lo suyo. Una vez dentro, abrió la puerta a sus compinches. Antonio dormía en el dormitorio principal y Manuela en el secundario. Dos de ellos se ocuparon del Churrero y los otros dos de su mujer. Primero fueron a por Manuela. Le amarraron las manos con una correa y la amordazaro­n. Luego le tocó el turno al Churrero. Adrijam y Enver registraro­n a fondo la vivienda mien

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