Diario de León

Un galán en León

- EDUARDO AGUIRRE

con la tenacidad germana, el ímpetu ibérico y el carácter ‘italo-azurri’. Cualquier aficionado al fútbol, no digo aficionado a que gane su equipo, sino al espectácul­o, no puede negar que es un disfrute verle en un terreno de juego. Y, sin embargo, en muchos campos de España el espectácul­o deportivo ha derivado en un aquelarre de insultos, escarnios y mofas, tomando como propósito desestabil­izar al jugador, desahogar la rabia, la frustració­n o la pasión. Es mayor la irritación de ver cómo desborda a un defensor propio que disfrutar de la belleza de su ‘dribling’. De modo que los más borricos han descubiert­o que la imprecació­n racista, el gesto antropoide, es donde más le duele y lo que más le desestabil­iza. Duele más que mentar a la madre, a la condición sexual, a la torpeza o al fallo. Que yo recuerde en Valencia se mofaron de él con el gesto del chimpancé; en Madrid colgaron un muñeco con su figura en la M-30. El Sadar, Las Llanas y, otros campos, también han sido escenario de insultos racistas. Si continúa el acoso quizás acabemos perdiendo a un jugador genial, pero si no se rinde ante los cretinos ganaremos un activista de los derechos de los deportista­s del fútbol a no ser insultados, denigrados o discrimina­dos.

Aveces, en Al trasluz les cuento lo que me ocurre, pero en esta columna en concreto solo saldré de refilón. «Se agradece que lo aclares, pero, dado el título de esta de hoy no era necesario», habrá exclamado sarcástico Bertín Osborne. Vale, touché. Sigo ayudando a desmontar una biblioteca familiar. Llamó mi atención un ejemplar de La novela mundial, narrativa breve que se vendía antaño en quioscos, por 30 céntimos. En su portada, ilustrada por Mezquita, una atractiva mujer madura y a pocos pasos de ella un elegante joven con sombrero y pajarita. Al fondo, la Catedral de León. Su título: El paso de Pajares, de García

Mercadal, publicada en 1928. Pese al título de la colección, un cuento; me lo leí en lo que un trabajador de las pirámides empleaba en su café de media mañana. Él viaja en tren con destino a Oviedo y se detiene en nuestra ciudad para conocer la Pulchra. Un autodeclar­ado galán, de los que jamás sale sin la caña… por si peca. Ya dentro del templo, queda prendado de una desconocid­a que camina sola; de repente, el gótico deja de interesarl­e, fascinado por la vanguardia. Ella sale de la Pulchra, ajena a que es seguida. Entra en su hotel y él la pierde de vista. Con el anzuelo en el pico, no deja de pensar en la sirena. No hubo pesca, ni pecado.

Al día siguiente, ¿quién entra en el mismo compartimi­ento de su tren a Oviedo? La bella desconocid­a. Enseguida, él anhela la oscuridad de un túnel que le brinde la ocasión para un beso y declararse. En el paso de Pajares, recibe la cantada bofetada. Y al final del trayecto, otra en forma de lección. Estaba felizmente casada, con dos hijos y un trabajo en la Normal. Patético pescador de secano. Lástima de patada en los mismísimos desaprovec­hada, dirá mi lectora feminista. La recibió, pero en el cerebro, que duele para siempre. La historia incluye un epílogo a lo Chejov: el narrador del cuento, burlón con el personaje masculino… era… él mismo. Blues del pescador pescado en su propio narcisismo.

Colocó el ejemplar. Mi mirada se fija en un título de la colección «Biblioteca teatral», una comedia de Arniches: Mecachis, qué guapo soy!, estrenada en 1926. Si escribo una columna sobre esta obrita tampoco saldré en ella, salvo de refilón.

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