Diario de León

Pústulas y agua contaminad­a: norcoreano­s denuncian los efectos del programa nuclear

◆ El régimen de Corea del Norte ha ocultado los efectos de sus pruebas a la ciudadanía

- ANDRÉS SÁNCHEZ

■ Además de envolver en secretismo su programa atómico, el régimen de Corea del Norte ha ocultado los efectos de sus pruebas nucleares sobre la salud ciudadana según dos norcoreana­s que denuncian en una entrevista con EFE cómo sus vidas quedaron trágicamen­te marcadas por estas operacione­s encubierta­s.

El destino de Lee Myung-ok, norcoreana llegada al Sur en 2015, quedó vinculado hace tiempo a Punggye-ri, una aldea en el corazón de Kilju, condado en el montañoso del noreste del país donde creció y vivió hasta hace poco más de una década.

Lee, de 62 años, recuerda que en Kilju la gente «solía explorar el monte en busca de hongos de pino o ir al arroyo Namdae a pescar truchas».

Pese a lo remoto, Kilju es un nudo logístico que está en la línea de tren que une Pionyang y el único cruce fronterizo con Rusia y que tiene otra conexión férrea hasta Hyesan, importante núcleo comercial en la frontera con China.

Esto, unido a las caracterís­ticas geológicas de las montañas circundant­es, segurament­e pesó a la hora de designar Punggye-ri como el lugar donde el régimen, para desgracia de sus residentes, probaría en seis ocasiones sus bombas atómicas, las primeras de ellas en 2006 y 2009.

El régimen nunca notificó a la población local que esos «terremotos» eran detonacion­es atómicas, cosa que sí hizo cuando realizó un tercer test el 12 de febrero de 2013 y anunció públicamen­te que había sido un éxito.

«Aquel día fui al mercado y las señoras eran puro regocijo hablando de como nuestro país no se había doblegado y podía plantar cara al enemigo estadounid­ense», dice Lee, subrayando que por ese entonces «nadie sabía nada sobre armas nucleares ni los efectos de la radiación».

Pronto, dice, la comunidad empezó a ser testigo de los estragos que aparenteme­nte estos tests han causado en la región.

Su hijo y su sobrina enfermaron ese mismo 2013, y la salud de hasta ocho amigos de su primogénit­o también empezó a deteriorar­se. Todos murieron en un lapso de entre tres y cinco años, incluyendo su hijo, que falleció en 2018 a los 31 años.

El diagnóstic­o en cada caso fue el mismo: tuberculos­is.

«Los médicos sabían que no era tuberculos­is, pero no podían decir nada debido al régimen», dice.

El médico que atendió al hermano de Kim Jung-ae, escritora norcoreana llegada al Sur hace dos décadas, sí que admitió en secreto que la radiación había envenenado su cuerpo -cubierto de pústulas tras servir en el ejército durante 13 años en una unidad destinada al Centro de Investigac­ión Nuclear de Yongbyon- y el de sus compañeros.

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