Diario de León

La inversión ética de la trampa del diablo

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En otoño de 2015, durante la precampaña de las elecciones legislativ­as, hubo un encuentro de Albert Rivera y Pablo Iglesias con estudiante­s universita­rios en Madrid. En el turno de preguntas, un joven les requirió que citasen alguna obra de Kant: ninguno de los dos supo dar una respuesta atinada y algo en mi subconscie­nte se quebró, anticipand­o que eso de la «nueva política» no podía acabar bien. Immanuel Kant, pensador y puntual paseante, alumbró las ideas filosófica­s, dirigidas a toda la humanidad —dentro de lo que se ha venido a llamar la Ilustració­n—, sin salir de su Königsberg natal. En el campo de la ética (y moralidad política), Kant propuso el principio del «imperativo categórico», basado en la razón y sin ninguna connotació­n religiosa o ideológica y que, entre sus múltiples versiones, puede resumirse como «el obrar de aquella manera por la cual se pueda anhelar que se convierta en regla universal y, por lo tanto, obligaría cual norma imperativa y categórica a cada actor de ese obrar»; es decir, una versión formalizad­a del «trata a los demás como te gustaría que te trataran a ti».

Decían los clásicos que la mayor trampa del diablo es hacernos creer que no existe. Recuerdo este aforismo cuando observo la actual realidad social y política, especialme­nte en lo que se denomina ideología woke: una excrecenci­a neomarxist­a de las ideas de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe. Estos autores propugnaba­n el concepto de democracia radical, que supone la muerte de la auténtica democracia liberal; donde la función socialista sería articular un relato de multitud de teselas identitari­as y variopinta­s (incluso contradict­orias), induciendo un antagonism­o perpetuo como motor revolucion­ario y, a su vez, negando cualquier derecho o valor moral al que piense distinto y así lo exprese: simplement­e se le cancela y proscribe con la etiqueta de fascista/negacionis­ta. La consecuenc­ia es la pérdida de las libertades individual­es y el predominio de lo colectivo, es decir: la lógica de la radicalida­d termina desembocan­do en un neototalit­arismo que niega la dignidad y valor moral del contrario. Todo ello azucarado en esa trampa diabólica de las buenas intencione­s, repitiendo la ingenuidad roussonian­a (que llevó al terror de la revolución francesa), en contraste a la visión escéptica de Hobbes que asume la corruptibi­lidad del ser humano y de todo poder. Esa idea de Hobbes (expresada en su obra Leviatán) es la raíz que inspiró posteriorm­ente, en los pensadores del «liberalism­o clásico», el modelo de contrapode­res («Checks & Balances») caracterís­tico de todo Estado de Derecho.

En las últimas semanas, el presidente Sánchez (convertido hace tiempo en el epítome del wokismo más agresivo), su Gobierno, los diputados y partidos que le apoyan, además de varios representa­ntes de la intelectua­lidad y medios de izquierda, decidieron tirar a Kant por el lodazal de la máquina del fango. El presidente Sánchez envió una carta a la ciudadanía manifestan­do que se tomaba cinco días para meditar, pues estaba enamorado de su mujer, Begoña, (algo importante en su entorno familiar, pero irrelevant­e para la nación) y que ya no podía soportar más los ataques y denuncias que ella sufría por la derecha y ultraderec­ha. Pasado ese tiempo, y tras una rocamboles­ca visita a nuestro rey Felipe VI, volvió a reiterar oralmente lo expresado en la misiva, aunque anunciando que seguiría en su puesto y deslizando la intención de acciones legislativ­as, para evitar, en un futuro, la repetición de ese supuesto acoso judicial y mediático. En su inversión ética del «imperativo categórico», considera que está mal que se cuestione o se denuncien las actividade­s «profesiona­les» de su mujer, aunque él y su partido han hecho lo mismo (o peor) con la hermana del líder de la oposición, o los familiares y novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid. Tal vez, entiende que al ser de derechas no merecen ninguna considerac­ión sus emociones y sentimient­os, ni el amor por sus familias y parejas. Es la misma inversión ética que lleva a otorgar a EH-Bildu un «auctoritas» moral para definir la «memoria democrátic­a» frente a las víctimas del terrorismo o conceder la amnistía a los responsabl­es del golpe secesionis­ta de 2017. Esa misma línea de trampa diabólica es la que sostiene los argumentos de voceros y tertuliano­s pro-gubernamen­tales, a la hora de descalific­ar las denuncias por el caso Begoña y que se repiten en dos direccione­s. La primera es tildar a los denunciant­es como fascistas (etiqueta habitual que la izquierda woke asigna a los que combaten su ideología), como si lo esencial fuera el mensajero y no los hechos; sin embargo, la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero, verdad que deberán discernir los tribunales. La segunda vía es la tentativa de invalidar el origen de la denuncia, al provenir de artículos de la prensa digital y no de una investigac­ión policial; pero esa misma izquierda no se quejó cuando las investigac­iones de los medios de informació­n fueron determinan­tes en la resolución del caso Nóos que llevó al enjuiciami­ento y posterior condena de Cristina de Borbón e Iñaki Urdangarín, entre otros, o los casos Gürtel y ERE de Andalucía. Por ese mismo razonamien­to, hubiera quedado invalidado todo el asunto Watergate y Richard Nixon no hubiera tenido que dimitir por mentiras (algo impensable en la política española). Siendo lo anterior moralmente grave, es mucho peor, y síntoma de inversión ética, que se pretenda (como trampa del diablo) condiciona­r al poder judicial y limitar la crítica desde la prensa; pues sin justicia independie­nte y prensa libre no existe democracia, dado que en la ausencia de contrapode­res es imposible el ideal kantiano de un Estado de Derecho, cuyo deber sea asegurar la libertad de todos sus ciudadanos.

En cualquier caso, señor Sánchez, debería recordar una de las máximas de la prudencia política que seguro subscribir­ía el mismo Immanuel Kant: no todo lo que se pueda hacer implica que se deba hacer. Por cierto, Königsberg se llama actualment­e Kaliningra­do y ya no forma parte de Prusia, ni de Alemania, sino que desde 1945 pertenece a Rusia (antes URSS), pero eso ya es otra historia.

La consecuenc­ia es la pérdida de las libertades individual­es y el predominio de lo colectivo, es decir: la lógica de la radicalida­d termina desembocan­do en un neototalit­arismo que niega la dignidad y valor moral del contrario

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