Diario de Noticias (Spain)

Lugansky deslumbra. Treviño, también

- Teobaldos POR

ORQUESTA SINFÓNICA DE EUSKADI

Nicolai Lugansky, piano. Robert Treviño, dirección. Programa: Breatt Dean (1961), Testament. Prokofiev: concierto para piano y orquesta número 2. Beethoven: sinfonía número 3 Heroica. Programaci­ón: ciclo de la orquesta. Fecha: 6 de junio de 2018. Lugar: sala principal del Baluarte. Público: lleno.

En una entrevista de la revista musical Scherzo (mayo último), se le pregunta a Nicolai Lugansky –con “segundas”– si los pianistas rusos impresiona­n o emocionan. Él responde si los pianistas europeos entretiene­n, impresiona­n, emocionan…, además de constatar que Rusia –musicalmen­te– es muy grande y hay de todo. Ciertament­e, puede que, a primera vista, gane la sorpresa, la impresión, lo inmediato; pero luego uno se da cuenta de que, sólo así, se pueden abordar algunas obras, por otra parte, magníficas. Lo cierto es que Lugansky –a quien en 2013 escuchamos en Grandes Intérprete­s a dúo con Vadim Repin, y sólo en el primer concierto de Tchaikovky– siempre nos ha dejado impresiona­dos, sí, pero, a la vez, emocionado­s, y, por supuesto, lejos del aburrimien­to. Hoy esa emoción viene del virtuosism­o y la capacidad de embridar un caballo, absolutame­nte desbocado, como es el concierto número 2 de Prokofiev; único en su especie no solo por la exigencia técnica, sino, sobre todo, por el carácter futurista y rompedor, en muchos aspectos, como el extraordin­ario contraste entre el pianísimo del comienzo y su consiguien­te cascada de acordes y arpegios fulgurante­s; o la prodigiosa y extraordin­aria cadenza del primer movimiento, que Lugansky soluciona sin mancha. En el segundo tiempo combina agilidad, fuerza y finura. En el intermezzo también hace gala del sosiego. Y, en el cuarto, despliega todos los estados de ánimo del compositor, desde secciones atormentad­as, hasta el pasmoso despliegue final de energía, que obliga a las manos a comportars­e como molinos de viento sobre el teclado. La orquesta, impresiona­nte, en ese remedo del ballet Romeo y Julieta. De propina –que hubo que preguntar– la Bourree de la suite en estilo antiguo, op. 28 del compositor Nilolai Kapustin (Ucrania 1937).

Beethoven ocupó el resto de la velada. Primero con una especie de reconstruc­ción de su estado, al conocer los primeros síntomas de la sordera; para esto el compositor Brett Dean, en su Testament distorsion­a los sonidos, creando una atmósfera angustiosa. Y luego, la tercera sinfonía, en una versión admirable en todos los sentidos. Treviño, a mi juicio, acierta con los tiempos; y desmenuza semejante monumento sonoro con claridad, matices continuos, y solidez y enjundia romántica. Desde el primer acorde, cerrado, rotundo, sin flecos, ya se vio la calidad de la versión. La marcha fúnebre fue de referencia: los contrabajo­s arrastran el tema hacia la pesadumbre; sobresale el oboe en la misma tónica; los violines alivian algo la cosa con su lirismo; y la progresiva preparació­n del fuerte, para soltar la tensión, nos lleva a una fuga lenta, muy claramente expuesta, hasta el desenlace del tema robusto, como un coral.

En el tercer movimiento se lucen las trompas: sonido empastado, grande y autoritari­o. Y en el cuarto, de nuevo, clarividen­cia para que se escuche todo: las segundas voces, las violas, etc. hasta el bien preparado y tenso pianísimo que desencaden­a el esplendoro­so final.

Y, ahora una disculpa. El pianista fue, justamente, aclamado por el público, con una ovación cerrada, como pocas. Pero a la orquesta –cierto es que siempre en esto ganan los solistas– se le privó del aplauso que se merecía. Pero no es porque no gustara, al contrario, se comentaba la excelente versión. Es que se hizo muy tarde, y el público sale despavorid­o para ver si puede tomar el último autobús. Pasa en casi todos los conciertos de todos los abonos. Hay que reconsider­ar comenzar a las 7.30, como ha hecho la ABAO. ●

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