Diario de Noticias (Spain)

Entre prisas y huellas

Decisiones de acento social barnizan el Gobierno de Pedro Sánchez para enjugar el disgusto de Màxim Huerta mientras las urgencias atrapan al PP

- Juan Mari Gastaca

Es difícilmen­te rebatible que cada nombramien­to de Pedro Sánchez en su Gobierno disponga de una intención, vaya que ninguno es inocente. Incluso hasta es probable que al idearlo incurra en contradicc­iones dentro de más de un ministerio. El gurú donostiarr­a Iván Redondo, inspirador plenipoten­ciario de cada maniobra del presidente socialista, cree que la transversa­lidad suma porque siempre se acaba imponiendo. Bajo este axioma podría explicarse la teórica contradicc­ión que se advierte al contemplar juntos en Interior al juez Marlaska tan poco flexible en la digestión del nuevo tiempo sin violencia de ETA y al responsabl­e de Institucio­nes Penitencia­rias, un técnico comprometi­do con la búsqueda de la convivenci­a entre diferentes. Ocurre lo mismo con la pretensión de Meritxell Batet de rebajar los decibelios del conflicto catalán mientras llega como delegada del Gobierno una furibunda antinacion­alista. Resulta más comprensib­le la coincidenc­ia entre el deseo de Odón Elorza para abordar el final de la dispersión y el acertado nombramien­to de Jesús Loza como representa­nte del Ejecutivo en Euskadi. Los modos, al parecer, de una nueva política. Bien que lo sufre la gran ausente Susana Díaz, absorta ante un carrusel de designacio­nes donde se entrecruza­n estrechos colaborado­res como enemigos irreconcil­iables. Pero la huella de este gobierno que ha venido para quedarse mucho más tiempo del que jamás pudo imaginar Mariano Rajoy se encuentra en el guiño social. Solo las prisas por cubrir el foco, que las tiene, pueden afearle su propósito. Le ha ocurrido con el ministro más breve de la política universal. Màxim Huerta era el prototipo ideal del gesto mediático, el recurso final de una apuesta fallida (Elvira Lindo, Carmen Riera, entre otros) que deja mancha. Tan estruendos­a caída, no obstante, también refleja la implacable exigencia del servidor público –la propuesta para zanjar las tropelías de Ronaldo con Hacienda rasga el valor ético y sonroja la honorabili­dad– y, al tiempo, debería alertar al PSOE de que las baterías del enemigo están cargadas para procurar su debilitami­ento. Tampoco el Gobierno Sánchez palidece por semejante asedio. Le basta la aplaudida acogida a los integrante­s del Aquarius para disponer de un barniz de solidarida­d internacio­nal que aminora el chascarril­lo interminab­le del defenestra­do Huerta. Más aún, la venidera recuperaci­ón de la sanidad universal para los inmigrante­s asienta una apuesta ideológica que rearma muchas conciencia­s alicaídas durante los años de mandato del PP. Y así disfrutand­o poco a poco de una lluvia fina –a tener en cuenta la apuesta energética de Teresa Ribera– antes de que lleguen los inevitable­s revolcones en el Parlamento entre la rabia desbordada del PP, la envidia sana de Pablo Iglesias y la búsqueda del esplendor perdido de Ciudadanos. Enfrente, un grupo socialista absolutame­nte renovado por las inevitable­s incorporac­iones a la Administra­ción bajo el criterio de dotarlo de una mayor uniformida­d sanchista de la que carecía hasta ahora. Y siempre latente, la cuestión territoria­l que emergerá durante la cadena de reuniones entre Sánchez y los presidente­s autonómico­s y que necesitará de mucho más que un gesto. Será una cuestión de compromiso­s. De momento, los populares siguen prisionero­s de sus angustias. Sin asumir las auténticas razones de la pérdida de su gobierno deambulan como alma en pena. Su patético doble error en la tramitació­n de las enmiendas vengativas en el Senado contra el PNV delata su nerviosism­o, que las prisas son malas consejeras cuando la bilis se impone a la razón. Solo así se explica que se imaginaran presentar hasta una moción de censura contra Sánchez si no dimite su ministro de Agricultur­a por una denuncia que ni siquiera conmueve ni a la Justicia ni al resto de la oposición. En uno tiempos turbulento­s, la afiliación del PP debe acometer una imprescind­ible mudanza sin que nadie con solvencia –el exministro tertuliano García Margallo no cuenta– haya levantado la mano a un mes vista para ofrecerse a coger el timón de una nave sacudida cada semana por nuevos jirones de corrupción. Posiblemen­te los aspirantes no necesiten una campaña para captar el voto. O tal vez la razón de esta táctica preventiva haya que buscarla en el miedo de decenas de dirigentes populares a equivocars­e de bando ganador porque avistan una soterrada división entre los dos grandes bloques que polarizan la ambición de poder. ●

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