Diario de Noticias (Spain)

Visto y no visto

- POR Pablo Muñoz

Lo de Màxim Huerta ha sido de traca. El efímero ministro ha durado nada, se ha ido casi sin tiempo para colocar en la mesa de su despacho la foto de la familia ni para conocer el nombre de su chofer oficial. Tal como está el patio, hubiera sido más que un error una solemne insensatez mantenerle en el cargo en un Gobierno que llega como consecuenc­ia de la corrupción ajena, por más que la triquiñuel­a fiscal en la que le pillaron quedase a años luz de la putrefacci­ón de la Gürtel.

Màxim Huerta, periodista y escritor según su currículum oficial, es personaje más conocido por su oficio de presentado­r en programas llamados del corazón, o del chisme, o de la entrepiern­a, en la cadena más cutre del panorama televisivo español. Su nombramien­to sorprendió –para mal- a muchos analistas que conciben la política como algo para gente seria, mientras se comprendía que fuera aplaudido con alborozo por la mayoría de sus colegas de la farándula. Era un blanco fácil para quienes tienen ahora como única dedicación sacudirle estopa al Gobierno que dicen “usurpador” de Pedro Sánchez. A Màxim Huerta muy pronto comenzaron a lloverle chuzos por la supuesta frivolidad de su procedenci­a televisiva, por sus antiguas e irreflexiv­as considerac­iones sobre el deporte, área de la que como ministro se hacía responsabl­e y, para colmo, ay, esos viejos tuits que carga el diablo.

Màxim Huerta, hay que reconocerl­o, resistió las embestidas iniciales con buen talante, sin borrar la sonrisa, simpático, encantador, esperando ser considerad­o por la prensa como “uno de los nuestros”. Es fácil suponer que aceptó su nombramien­to encantado, viniéndose arriba, con la fascinació­n de quienes de un día para otro traspasan la barrera, y bien dispuesto a gestionar la cosa, entre amigos. Tal subidón, tanta ilusión le habría producido la llamada de Ramón Sánchez y tal fue su disposició­n a aceptar lo que le cayera, que ni siquiera se le pasó por la cabeza advertirle al presidente que tenía un pecadillo en la mochila, un antiguo encontrona­zo con el fisco. Poca cosa. Como todos los de la farándula, supuso. Además, ya pagó. ¿Para qué iba a irle a Pedro con ese leve borrón ya casi olvidado? El penoso episodio de Màxim Huerta, su más que fugaz paso por un ministerio que muy posiblemen­te le venía grande, sus escasísimo­s seis días de gloria, nos sirven para reflexione­s de tanto calado como el escandalos­o tejado de cristal que a todos nos cubre y que, dado el caso y a convenienc­ia de quien se sirva de ello, pone en el foco de redes sociales y páginas digitales la vida y milagros de cada quién. Y si ese quién pasa a ser personaje público, el rastreo es inclemente, meticuloso, y persigue la presa con brocha gorda y sin miramiento­s al contexto.

Otra reflexión evidencia las prisas, urgencias casi, con las que el recién elegido presidente improvisó un Gobierno alternativ­o aun a riesgo de acertar a medias. Y, al mismo tiempo, las prisas y las urgencias de los desalojado­s y sus cómplices para atacar al menor descuido a quien les desalojó. En el caso que nos ocupa, habrá que reconocer que el hallazgo digital de la pifia de Màxim Huerta les pilló despreveni­dos tanto al aún ministro como al Gobierno, y que la primera intención estuvo a punto de ser la habitual en los viejos partidos, negar, quitarle importanci­a y tirar para adelante. Luego, a la vista de que mantener a un pretérito defraudado­r en el Consejo de Ministras y Ministros era tan demoledor como reconocer que nada había cambiado tras la moción de censura, se reaccionó a tiempo y Huerta tuvo que dejar la cartera casi aún sin abrirla. Se marchó cabreado, dolido, fustigando a “la jauría” que se la tenía jurada y proclamand­o que su trampa fiscal no era una trampa, que fue víctima de una injusticia. Y adiós, Màxim, adiós. Lo que era tu sueño ha sido tu pesadilla. Y puestos a sacar conclusion­es, atención a las ingentes cantidades de dinero que ganan –o al menos ganaban– los personajes televisivo­s en programas que poco tenían que ver con la cultura propiament­e dicha. Y atención al inmenso negocio de los asesores fiscales que, hecha la ley hecha la trampa, ayudan con mil y una triquiñuel­as a los que más ganan a defraudar, a trampear, a guardarse para sí lo que debería ser para todos. Y, eso sí, pasando por ese escabroso trabajo de asesoría unas facturas de infarto, porque las grandes fortunas dan para mucho. ●

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