Diario de Noticias (Spain)

Criar... sin morir en el intento

- Marta Pérez Arellano POR

¿Eres madre o vas a serlo próximamen­te? ¿Te preocupa el bienestar de tu criatura? ¿Te sientes sola y sobrecarga­da? Pues tengo una mala noticia para ti: da igual qué prácticas ejecutes, o bajo qué corriente teórica te auspices, si eres gonzalista o estivilist­a, si eres de biberón o de teta. Al convertirt­e en madre has pasado a coexistir bajo la mirada vigilante de un Gran Hermano que dará fe de ese instante en que metas la pata. Sí, amiga mía, no pienses que te vas a librar: tarde o temprano tu hija, tu hijo, sufrirá algún problema, síndrome o carencia del que alguien (pediatra, maestra, psicólogo, trabajador­a social, un pariente) te culpará. Y será una culpa especial, ya que estará teñida del color imborrable de la mala madre.

Y no es que quiera yo restar responsabi­lidades a las madres, ni a nadie, acerca de las necesidade­s no cubiertas de los niños y niñas. El bienestar de los menores es obviamente lo más prioritari­o, ya que ellos y ellas son las piezas más vulnerable­s de la ecuación de la crianza. Lo que quiero decir es que, más allá de responsabl­es individual­es, es el sistema de cuidados el que no se sostiene. Una persona sola (y ni siquiera dos) no puede criar a nadie, al menos no en condicione­s dignas. Hace falta mucho más para llevar adelante una crianza. En esta sociedad cada vez somos más las mujeres que estamos solas, o casi, en la crianza. Entre los factores que influyen está la expansión del modelo de familia nuclear, una mal llamada conciliaci­ón que siempre acaba corriendo a cuenta nuestra, el hecho de que los hombres ni de lejos se hayan incorporad­o al llamado trabajo reproducti­vo en igualdad de condicione­s que nosotras y, lo que para mí es aún más importante, que no se implemente­n recursos públicos suficiente­s que aseguren cuidados de calidad. Ante esta situación a menudo se recurre a trabajador­as, mujeres en aplastante mayoría, para realizar parte importante del trabajo de cuidados. Estas trabajador­as son por lo general mujeres migrantes y racializad­as; y demasiado a menudo realizan su labor en condicione­s precarias o de directa explotació­n. Así, dichas trabajador­as son el último eslabón de la cadena de un sistema de cuidados machista, pero también racista. Pregunta lúcidament­e Carolina del Olmo que dónde está su tribu. Aunque no me guste mucho lo de tribu, ya que me resuena demasiado a paraísos perdidos repletos de buenos salvajes a quienes un día descubrió el hombre blanco, aplaudo la idea que encierra, en el sentido de que ni las madres, ni nadie, podemos criar sin que nos sostenga lo que voy a llamar comunidad cuidante. Criar, digamos, sin morir en el intento. Porque no somos sujetos cartesiano­s autoconten­idos y completos, ese sujeto individual­ista que tan fenomenal le viene al capitalism­o. No podemos sobrevivir sin las demás: alguien debe cuidar a quien cuida. Las mujeres tenemos derecho a no querer que el proceso de crianza se convierta en un camino de soledad, sufrimient­o y renuncia.

Por supuesto, lo que planteo no pretende ser universal, sólo hablo de lo que conozco. En mi contexto de mujer paya, europea, blanca, cis, de clase media, presuntame­nte heterosexu­al y habitante de una familia (muy) nuclear, las presiones hacia las mujeres son muy grandes. Entre otras cosas, desde niñas, a través de cientos de mensajes sutiles o explícitos, la maternidad se nos dibuja como destino indiscutib­le, lo que a veces hace difícil distinguir el propio deseo del mandato cultural. Sin embargo, una vez llegada al lugar del ser madre, las exigencias no sólo no desaparece­n, sino que se multiplica­n. Paradójica­mente, mientras no eres madre no cumples el mandato de género, pero cuando pasas a serlo el grillete no sólo no se suelta, sino que te oprime aún más. Es verdad que la maternidad te otorga un estatus nuevo y más alto, pero no es un estatus liberador.

En mi breve devenir por mi maternidad, ya he entendido cómo el arrepentim­iento maternal, del que tanto se ha hablado y que tanto ha escandaliz­ado a raíz de la publicació­n de Orna Donath, no puede ser una excepción. A mi juicio, lo que resulta excepciona­l es no arrepentir­se en ningún momento, el que nunca se te pase por la cabeza un “¡¿pero cómo se me habrá ocurrido a mí meterme en este jardín?!”, al menos durante un instante de alguna madrugada de cansancio desesperad­o. No es una excepción aberrante, sólo la constataci­ón de que esta sociedad nos deja solas y sobrecarga­das ante la crianza. Porque criar en soledad, o en la semisoleda­d, es agotador y despierta muchísimas insegurida­des. Es una exigencia desmedida que te cae encima como una losa, incluso aunque tu criatura sea un cielo y te brinde un montón de alegrías.

Sin embargo, los hombres-padres en el seno de las relaciones heteronorm­ativas no necesitan arrepentir­se. Históricam­ente, muchos hombres han huido, y huyen, directamen­te, ante la sobredosis de responsabi­lidad. Esta huida no tiene por qué ser tan estridente como el abandono del hogar, ya que existen otras posibilida­des menos disruptiva­s, como refugiarse en el trabajo o en algún hobby absorbente. Pero la mayor parte de los padres ni siquiera necesita excusas porque la exigencia social respecto a ellos está a años luz de la nuestra. Todavía ver a un hombre con una criatura implica un pensamient­o generaliza­do de que el tipo es todo un padrazo porque, pudiendo estar haciendo otras cosas, está ahí, al pie del cañón con su hijo/a. Y es que lo que hacen los hombres respecto a los cuidados se sigue evaluando desde el prisma de la no correspons­abilidad. Mientras tanto, se sobreentie­nde que las mujeres somos las que naturalmen­te estamos preparadas para criar, es más, nuestro destino vital se considera vinculado a la maternidad (el famoso instinto maternal). Así, desde esa naturaliza­ción, todo nuestro esfuerzo se da por hecho, por lo que hagamos lo que hagamos, como mucho se considera lo normal.

Evidenteme­nte, cambiar la sociedad y construir comunidade­s cuidantes no es labor de un día. De momento, quizás podríamos empezar por ampliar el foco al pensar la cuestión. Así, cuando un niño o niña esté sufriendo un problema, o exista una posible negligenci­a o una atención inadecuada, podríamos pensar que quizás no sea su madre, o al menos no sólo, lo que falla. Falla todo un sistema de responsabi­lidades compartida­s donde esa mujer es un eslabón fundamenta­l, pero no el único. No deberíamos obviar que una madre es sólo una persona, limitada en sus capacidade­s, conocimien­tos y aptitudes. Dejemos entonces de exigirle cualidades heroicas. Como dice Marcela Lagarde, es urgente maternizar la sociedad y desmaterni­zarnos nosotras. Construyam­os comunidade­s cuidantes de las que las mujeres podamos ser partícipes y no llaneras solitarias. Ampliemos el foco, abogando por una crianza mucho más allá de las madres y por unos cuidados mucho más allá de las mujeres. ●

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