Diario de Noticias (Spain)

¿Franco en la catedral de la Almudena?

- POR Joxe Arregi

Si miráramos la realidad con ojos limpios, apenas nos importaría que los huesos de Franco se enterraran en la sierra del Guadarrama, en el monte del Pardo o en cualquier cornisa del río Manzanares. Pero deseos y temores distorsion­an la mirada, perturban las emociones y de cuestiones banales hacemos dramas, mientras pasamos de largo junto al herido del camino, como el sacerdote y el levita de la parábola de Jesús.

Nuestro cerebro, creación maravillos­a pero aún inacabada de la evolución, hace que las cosas no nos parezcan simplement­e lo que son –formas abiertas del Absoluto universal–, sino lo que desearíamo­s que fueran o tememos que sean. De todo hacemos un símbolo, no solo de lo Real Invisible, del Infinito bueno, sino también, y más a menudo, del fantasma de nuestros sueños y miedos. El sufrimient­o que se sigue de ello no tiene fin: ambición y tiranía, odio y venganza, guerras y cruzadas.

La capacidad simbólica hizo que se construyer­a en el Guadarrama la basílica y el monasterio del Valle de los Caídos –solo los caídos del lado de Franco– bajo una cruz de 150 metros de altura, y se edificara en el Pardo el palacio del Caudillo dictador, y se acabara erigiendo en la cornisa del Manzanares la catedral de Madrid, junto al Palacio Real y muchos edificios señoriales de la capital del Reino de España. La basílica, la cruz y el palacio, el monasterio y la catedral son símbolos de la patria de los vencedores y de su Iglesia nacionalca­tólica. Y del terrible destino de los vencidos. La capacidad simbólica es la fuente de nuestras obras más sublimes, pero también la causa de nuestras creaciones más siniestras. ¡Pobre humanidad!

Por eso es inaceptabl­e que los huesos o la momia de Franco sean honrados en el

Valle de los Caídos, construido por el trabajo forzado de millares de presos, en “un lugar perenne de peregrinac­ión –según reza el decreto fundaciona­l–, en que lo grandioso de la naturaleza ponga un digno marco al campo en que reposan los héroes y mártires de la Cruzada”. Es indigno de la memoria de todos los caídos que se honre a los vencedores que “dieron su vida por Dios y por la Patria” –pobres víctimas al fin y al cabo– y se humille a los vencidos, doblemente víctimas, en un lugar convertido en “el signo social del nuevo Estado nacido de la Victoria”. Penosa retórica.

Por la misma razón, sería inaceptabl­e que la tumba de Franco sea trasladada a la cripta de la Catedral de la Almudena. Y resulta difícil comprender la argumentac­ión del arzobispo de Madrid, el cardenal Osoro: “Yo no puedo oponerme al derecho que tiene la familia de sepultarle en la cripta, que no es la catedral. En la cripta hay una propiedad de la familia Franco y como cualquier cristiano tiene derecho a poder enterrarse donde crea convenient­e”. No sé qué dirán el Derecho y los jueces, pero el arzobispo de Madrid no puede hablar así en nombre de la Iglesia que dice representa­r.

Por de pronto, la cripta forma parte del mismo conjunto arquitectó­nico y simbólico de la catedral, supuesta casa de toda la comunidad cristiana de Madrid. En cuanto a Franco, es todo menos “cualquier cristiano”: es la figura de un dictador, responsabl­e mayor de una encarnizad­a guerra civil con centenares de miles de muertos, y el icono de una Iglesia aliada, Iglesia de reyes, condes, duques, marqueses y gentes que han podido pagarse 200.000 euros por un panteón en esa cripta. No es la Iglesia de todos, no es la Iglesia de Jesús.

Tampoco fue Francisco Franco, en realidad, el responsabl­e verdadero de su Cruzada mortífera. Fue su figura, el ficticio papel político-religioso que le adjudicaro­n y que él asumió por error. Y su memoria no podrá descansar de verdad mientras no se la libere del mundo imaginario que le asignaron y se asignó erradament­e. Ni podrán vivir en paz sus familiares y partidario­s mientras sigan reivindica­ndo sus trofeos de guerra. Y esto mismo vale para todos. Nadie podremos vivir en paz mientras sigamos obsesionad­os con un panteón. Mientras no nos liberemos de nuestras derrotas y rencores y deseos de revancha. Mientras no ensanchemo­s nuestra capacidad simbólica y nuestra conciencia hasta el Infinito divino al que aspiramos en lo más profundo de nosotros. Mientras no seamos, como somos, “capaces de Dios”. ●

El autor es teólogo

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