De la limitación de poderes
Junto a la representación política mediante sufragio universal y la protección de derechos fundamentales, la separación de poderes es un pilar fundamental de cualquier democracia. Es la que garantiza que los tres poderes, el Ejecutivo, Legislativo y Judicial actúen de manera autónoma para evitar la concentración de poder. Esta idea es constantemente recordada desde que el jurista francés Secondat, barón de Montesquieu, difundiera su obra El espíritu de las leyes –antes incluso de la Revolución Francesa–, inspirada en los clásicos y el modelo inglés. Sus bases se incluyeron en todas las Constituciones modernas.
Pero mientras en Inglaterra (Locke) se referían a la división de poderes, Montesquieu habló de separación porque no aceptaba una preponderancia del Legislativo sobre los demás poderes. Lo que pretendía en realidad era la limitación de lo político mediante la mutua anulación entre el Legislativo, Ejecutivo y Judicial; que ninguno pueda dominar ni ser dominante: “Para que haya abuso del poder, es necesario que el poder detenga el poder”. Si el Poder Judicial se une al Legislativo, el juez sería el legislador pudiendo dictar leyes injustas; suena muy cerca, la verdad. Se llama Poder Judicial porque se le supone a la judicatura una capacidad de resistencia frente a las injerencias del poder Ejecutivo y el Legislativo en su función jurisdiccional, algo que va más allá de la facultad de juzgar según la ley. La justicia española es pasto de la reflexión desde el nombramiento mismo de los miembros con mayor relevancia: doce miembros tiene el Tribunal Constitucional, cuatro son designados por el Congreso, cuatro por el Senado, dos por el gobierno y dos a propuesta del Consejo General del Poder Judicial que a su vez es nombrado también por el Congreso y el Senado. Es decir, que el Poder Judicial que tiene que velar por que el Ejecutivo y el Legislativo cumplan la ley, es vigilado por quienes deben ser vigilados.
El Tribunal Supremo es el equivalente al Congreso de los Diputados y al Gobierno, como cabeza de uno de los poderes del Estado, supuestamente un tribunal profesional sin dependencia política. Pero no es así al estar sujeto a la supervisión del Consejo General del Poder Judicial cuya principal función es velar por la garantía de la independencia de los jueces y magistrados frente a los demás poderes del Estado. Lo cierto es que, de los veinte vocales del Consejo, ocho son elegidos directamente por el Parlamento y los otros doce lo son por el Parlamento indirectamente de entre los propuestos por los propios jueces. La consecuencia real es que son elegidos a partes iguales; diez representantes por cada Cámara, más el presidente, que es el del Tribunal Supremo, otra muesca en la dependencia, esta vez interna, entre órganos judiciales.
Un sistema en su conjunto que según el Consejo de Europa no garantiza la independencia por su clara politización partidista. Se han dado casos vergonzosos pero legales, como el hecho de que un presidente como Pérez de los Cobos fuera militante del PP o que Fernando Román estuviese en el Tribunal Supremo habiendo sido exsecretario de Estado de Justicia con el PP. En la trama Gürtel se ha podido colocar como magistrado de la causa a Juan Pablo González, que fue consejero del CGPJ a propuesta del PP durante siete años. Si nos referimos al PSOE es más de lo mismo porque no es delito y por eso, nada es diferente en la actualidad. Lo cierto es que el Consejo de Europa señaló en un dictamen de 2016 que los jueces deberían ser elegidos por sus iguales como ya ocurrió en 1980, en el primer CGPJ de la historia; no era perfecto, pero tampoco existía la actual falta absoluta de independencia judicial actual.
La realidad de la judicatura produce desmotivación y sensación de desprestigio corporativo en miles de jueces, fiscales y funcionarios. Las asociaciones de jueces y magistrados son vistas como correa de trasmisión entre política y justicia, más allá del propio interés corporativo, que es muy grande. En pocos países la adscripción ideológica en el poder Judicial es tan clara y pone fácil una prevaricación sistémica. Toda esta “falta de independencia legal” produce inseguridad jurídica y el evidente escándalo en la población que se encrespa cuando ve la exigua lista de magistrados reprobados por prevaricación –u otros delitos– en los más de cuarenta años de andadura legal posfranquista. ¿Hasta cuándo? ●