Diario de Noticias (Spain)

Iglesia desconfina­da

- POR Joxe Arregi

Anhelamos un mundo desconfina­do, una nueva comunidad humana en alianza vital planetaria. Cuándo y cómo sea dependerá de muchas cosas, también de los virus, pero dependerá sobre todo de lo que los seres humanos decidamos hacer hoy. Es la hora de repensarno­s a fondo, de repensar la política, los partidos, los estados, las fronteras. La economía, la producción, el mercado, el consumo y… el hambre. Las ciudades, la vivienda, el transporte, la movilidad, la locura turística. La informació­n, la educación, la cultura, la salud integral. La ONU, la UNESCO y la OMS. Y de preguntarn­os simplement­e: ¿Qué es lo que nos hace felices, felices de verdad?

Es la hora de repensar también la religión, las religiones, el cristianis­mo y la Iglesia. Es como si de pronto – aunque la cosa viene de lejos, desde hace cuando menos 500 años, desde el fin de la Edad Media– la Iglesia se sintiera bruscament­e sacudida en los cimientos culturales y religiosos que la han sustentado desde que el movimiento reformador y carismátic­o de Jesús se convirtió, hacia finales del siglo I, en Iglesia institucio­nalizada, en nueva religión, el cristianis­mo. Hubo todavía otras Iglesias, pero “la gran Iglesia” de Pedro y Pablo –ellos nunca lo pudieron sospechar, menos el primero que el segundo–, con centro en Roma –ni Palestina, ni Siria, ni Egipto– se impuso. Cosas de la historia.

Pero lo que la historia erige la historia lo abate. Hoy asistimos a la crisis o al derrumbe del universo cultural sobre el que se sustentan las religiones tradiciona­les, más concretame­nte las Iglesias cristianas con todas sus diferencia­s históricas. El vacío de las iglesias durante el confinamie­nto es un impresiona­nte reflejo de lo que ya venía sucediendo y que dentro de pocos años acabará de suceder. No es un infortunio, sino un signo de los tiempos. ¡Ojalá la Iglesia lo supiera entender y convertir en oportunida­d de gracia –en la jerga teológica se le llama kairós– para una profunda metamorfos­is!

Comprendo que muchos –obispos en cabeza– reclamen el desconfina­miento no para convertirs­e al futuro del Espíritu sino para volver al pasado. Los indicios de ello son numerosos: indulgenci­as y jubileos, absolucion­es “sacramenta­les” por teléfono, profusión de tele-eucaristía­s sin más comunidad que un sacerdote investido de poder para realizar el milagro de la transubsta­nciación, exorcismos contra el covid-19, campañas de 500.000 avemarías y promoción de rosarios contra la pandemia, preguntas de por qué “Dios” permite que pase todo esto … Iglesia confinada en el pasado.

Escribo estas líneas entre las fiestas litúrgicas de la Ascensión y de Pentecosté­s, 21 y 31 de mayo respectiva­mente. Ascensión y Pentecosté­s no tienen nada que ver con hechos históricos separados en el tiempo. Son logradísim­as imágenes, bellas y extraordin­ariamente expresivas metáforas del espíritu originario y del horizonte infinito que inspiran lo mejor de la Iglesia y la desconfina­n. Cuentan los Hechos de los Apóstoles que, “cuarenta días” después de la muerte de Jesús que como toda muerte fue resurrecci­ón, sus discípulas y discípulos seguían confinados, esperando ansiosos la pronta instauraci­ón del reino de Dios que Jesús había anunciado y en el que ellos soñaban groseramen­te ocupar los puestos más altos. De repente Jesús se presentó y los invitó a desconfina­rse. “Salid –les dijo–. No me busquéis en el pasado. Liberaos de vuestros sueños y dogmas, templos y misas sacrificia­les, clericales, del viejo mundo. Poneos en camino hacia los confines sin fin de esta maravillos­a tierra redonda y viva. En el corazón de la humanidad, en la solidarida­d cotidiana, en la comunión de los vivientes, allí me encontraré­is”. Y los llevó al campo, a la intemperie. Y allí “le vieron elevarse hasta que una nube lo ocultó a su vista”. Se fue.

Pero ellos seguían aferrados a la forma y la certeza, y se volvieron a encerrar en el Cenáculo de Jerusalén, hasta que, diez días después, en la fiesta de Pentecosté­s o “Cincuenta”, fiesta de las primicias de la cosecha y de la Ley de la Libertad, sintieron que el Espíritu de la nueva creación bullía en su interior, “y comenzaron a hablar según el Espíritu les movía a expresarse”. Hablaban libremente y anunciaban en arameo la alianza de todos los pueblos. Había allí gente de todos los países y “cada uno les oía hablar en su lengua materna”, a la inversa de Babel o la confusión. Y salieron. ●

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