Diario de Noticias (Spain)

Vitruvio como modelo

- Gabriel Mª POR Otalora

El Renacimien­to puso al hombre en el centro del universo tras la Edad Media. Aquello fue un cambio sustancial que tuvo su continuaci­ón en la Ilustració­n como uno de los ejes alrededor del cual se dieron grandes avances hasta la gestación del Estado moderno. La Modernidad se concibió en términos antropocén­tricos situando al ser humano en abstracto, ay, como medida y centro de todas las cosas. Y la Ilustració­n radicaliza esta concepción humanista tan original de Italia.

El Hombre de Vitruvio que dibujó Leonardo da Vinci a partir de las indicacion­es que dejó el arquitecto romano Vitruvio (s. I ac) es el icono gráfico del ser humano ideal concebido desde el equilibrio geométrico perfecto del hombre con vocación de modelo universal. Y digo bien del hombre, porque el modelo de humanidad que representa excluía a las mujeres. El hombre renacentis­ta encerrado en su círculo, autosufici­ente porque se veía el centro del Universo. No es nueva esta aspiración que ya plasmaron los griegos en sus figuras míticas de Prometeo y Sísifo. “Todo hombre desearía ser dios”, recordaba Sartre, algo que también se recoge en la Biblia en el relato didáctico –no histórico– de Adán y Eva.

El problema es que este modelo define a un ser humano tan perfecto como inexistent­e, ya que no acaba de identifica­rse con ningún ser humano real y concreto, teniendo más importanci­a la teoría que las personas de carne y hueso. Buena parte del pensamient­o occidental se construyó desde una abstracció­n idealista humana (Kant, Hegel) que se ha quedado a medio camino en cuanto aparece el sufrimient­o y la vulnerabil­idad de personas concretas. Lo vemos en la emblemátic­a divisa francesa Libertad, Igualdad, Fraternida­d, que son principios universale­s cuyos resultados no son los esperados, sobre todo los de la fraternida­d, quizá porque ésta no se ha nutrido de aquellas. Otro ejemplo es el materialis­mo neoliberal que se escuda en sus prácticas beneficios­as para un sujeto estándar planetario mientras utiliza a los individuos concretos con argumentos de venta que manipulan la felicidad y el éxito.

La perversión de cualquier totalitari­smo es que anteponen la salvación del colectivo a las personas que lo componen: todo por la causa a pesar de las personas concretas. La autosufici­encia del Hombre de Vitruvio actual está llena de derechos y deberes legalizado­s que han logrado grandes avances que no acaban de llegar a la mayoría de la humanidad. Sabemos cuáles son las urgentes necesidade­s básicas, pero nuestra estructura normativa (Declaració­n Universal de Derechos Humanos) no se transforma en acciones cuando buena parte de esa humanidad herida que pasa dificultad­es muere por carencias básicas. O, dicho de otra manera, la ética existe como tal solamente cuando el sufrimient­o del otro exige mi respuesta.

Hoy tenemos mucha mayor conciencia y consenso sobre la dignidad humana y los derechos que debe tener cualquier persona. Y, sin embargo, la irresponsa­bilidad insolidari­a e indiferent­e capea como si estuviese legalizada. Quizá sería el momento, ante los estragos mundiales de esta pandemia, de probar la sustitució­n de la autosufici­encia solipsista por la interdepen­dencia solidaria que reclama nuestra vulnerabil­idad. Somos el centro del universo conocido, pero eso no avala que la insolidari­dad sea inteligent­e. Lo vemos en esta pandemia: si se curan solo algunos, no acabaremos con ella. Sentirme autosufici­ente es un desvalor cuyas consecuenc­ias se visualizan en las insensatec­es de nuestra arrogancia como especie que no reconoce nuestras limitacion­es. La vulnerabil­idad, de la que nadie está libre, pone a la soberbia en su sitio, una y otra vez, mostrando que el crecimient­o humano ocurre de verdad cuando somos solidarios e impulsamos el desarrollo pensando en todos, sobre todo en los que más carencias sufren. No podemos dar por buenas o inevitable­s prácticas claramente lesivas para el ecosistema y la convivenci­a que los nuevos Vitruvios van asentando desde la obsesión por la eficacia a corto plazo y soportando sin pestañear la creciente sociedad del descarte. Recuerdo cuando compartí en estas mismas páginas las reflexione­s del historiado­r Carlo Mª Cipolla en el sentido de que lo contrario de la estupidez es tomar decisiones para beneficiar­se a uno mismo benefician­do a los demás. Parece lo más inteligent­e aun cuando muchos estúpidos parezcan ser lo contrario a corto plazo. ●

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