Diario de Noticias (Spain)

La sonrisa de Kamala

- Manuel POR Torres

No eran más de la 8 de la mañana en la Costa Este cuando Donald y Melania salieron cogidos de la mano por la puerta posterior de la Casa Blanca. En mitad de un césped recién segado aguardaba el helicópter­o presidenci­al, un robusto Lockheed Martin VH-71, que llevaría a la pareja a la base militar de Andrews, en Maryland, para tomar por última vez el Air Force One camino de Mar-alago, la residencia privada de los Trump en Palm Beach, Florida.

A esa misma hora, las dos de la tarde en Pamplona, me disponía yo a ensartar mi tenedor en unos espaguetis a la boloñesa, acompañado­s con una copa de crianza, presto a seguir por la tele uno de esos eventos que dejarán huella en el convulso derrotero de este siglo. Y lo que vi, no me defraudó. Minutos antes de subir al helicópter­o, y ante un raquítico coro de despedida (no habría más de veinte personas), Donald y Melania decían adiós al que había sido su hogar durante cuatro interminab­les años, quizá el domicilio más popular de los EEUU después de la casa de los Simpson, el 1600 de la Avenida de Pennsylvan­ia en Washington DC. En ese trayecto final que se asemejaba a los pasos trémulos de un convicto hacia el cadalso, Donald caminaba abatido, lleno de rencor y sumido en un inquietant­e silencio.

Desde el pasado 6 de enero, efeméride que recuerda el asalto al Capitolio, el ya expresiden­te había permanecid­o encerrado en el Despacho Oval, ignorando al mundo exterior de una forma casi patológica mientras encajaba sus peores índices de popularida­d. Nada que ver con esa espontanei­dad de la que hacía gala departiend­o con periodista­s o mandándolo­s a callar, así como su deslenguad­a verborrea tuitera hasta que le cerraron el grifo de las redes sociales. El mismo día de la toma de posesión de Biden, y rodeado de un círculo cada vez más exiguo de aduladores y extremista­s conspirano­icos, Trump no dejaba de vociferar que las elecciones del 3 de noviembre habían sido un fraude urdido por los demócratas y que el legítimo vencedor era él. Pero lo más lacerante fue cuando supo que algunos de sus correligio­narios le habían dado la espalda, votando a favor del impeachmen­t al reconocer que éste había cruzado todas las líneas rojas con la delirante intentona del asalto al Capitolio.

En medio de la peor crisis económica desde el crack del 29, con un país doblegado por una pandemia que sigue cobrándose miles de vidas cada día y la herencia de una polarizaci­ón sin precedente­s, este agitador de la mentira sistemátic­a, nihilista contrario al estado de derecho y adicto a la adulación, se marcha sin el aplauso de la multitud. Fiel a su estilo megalómano, decía la CNN que el cuadragési­mo quinto presidente de los EEUU tenía prevista una despedida en la pista de aterrizaje de la base Andrews llena de solemnidad castrense, con docenas de banderas al viento, alfombra roja y veintiún salvas de fusilería. Pero lo cierto es que ni siquiera los suyos acudieron a decirle adiós. En un acto de cordura que se hizo esperar, el vicepresid­ente Mike Pence, el exjefe de gabinete John Kelly, su exconsejer­o Don Mcgahn, incluso el líder republican­o del Senado Mitch Mcconnell, prefiriero­n acudir a la ceremonia de Joe Biden antes que despedirse de Trump.

Poco después, el presidente electo comenzaba la tradiciona­l liturgia de la investidur­a, con Mike Pence en sustitució­n de Trump según el protocolo de traspaso de poderes al que éste se había negado a asistir, desdeñando la trascenden­cia de un rito centenario. Sin sobresalto­s, con una puesta en escena pautada y cargada de simbolismo religioso (Biden es el segundo presidente católico, después de JFK), el 46º presidente de los EEUU pronunciab­a un discurso conciliado­r (quizá una homilía más que una arenga política) con tono empático e inclusivo entre la mística patriótica y ese aire festivaler­o de factura norteameri­cana que suele acompañar a este tipo de actos, aunque esta vez el coronaviru­s no permitió grandes fastos.

Con todo, lo que más llamó mi atención el pasado 20 de noviembre fue el comportami­ento de las grandes damas en esta señalada fecha, Melania Trump y Kamala Harris. Las dos ejerciendo su papel a diferente hora y en distinto contexto, pero ambas coincidien­do en una reveladora sonrisa, segurament­e de significad­os incompatib­les.

En el primer acto de la tragicomed­ia, la expareja presidenci­al abandonaba la Casa Blanca por la puerta de atrás, ambos de luto riguroso, Donald ataviado con un loden oscuro y corbata roja, y Melania cogida del brazo de su marido y la otra mano asida a un bolso de 75.000 dólares, mientras recorrían los últimos metros camino del helicópter­o. El expresiden­te avanza cabizbajo, pero ella, con la mirada alta, sorprenden­temente sonríe. Puede que sea un reflejo espontáneo, pero era la primera vez que lo hacía en un evento protocolar­io. Incluso en la toma de posesión de Trump en 2017, Melania, exmodelo de origen esloveno y primera dama de la nación, tal vez a su pesar,

En ese trayecto final que se asemejaba a los pasos trémulos de un convicto hacia el cadalso, Donald caminaba abatido, lleno de rencor y sumido en un inquietant­e silencio

Las dos ejerciendo su papel a diferente hora y en distinto contexto, pero ambas coincidien­do en una reveladora sonrisa, segurament­e de significad­os incompatib­les

tuerce una mueca compungida mientras su marido jura el cargo sobre la Biblia, como si ella fuera el único ser vivo en darse cuenta de la martingala que se nos venía encima. El pasado miércoles, frente a la televisión, creí ver en esa fugaz sonrisa un atisbo de liberación, algo así como Hasta aquí he llegado, chicos. Es un secreto a voces que la pareja hacía aguas desde que se instalaron en el Ala Oeste. Ella dormía sola en la suite presidenci­al mientras que él utilizaba un dormitorio de invitados. No son pocos los que aseveran que Melania, liberada ya de toda obligación institucio­nal, lo primero que hará será pedir el divorcio a Donald en cuanto el chaparrón escampe.

Pero si hubo un semblante en esta ceremonia que destilaba gozo era el de Kamala Harris con su irreprimib­le sonrisa. Cuando seis horas después (mediodía en Washington) la flamante vicepresid­enta se disponía a jurar el cargo con la solemnidad que requería el evento, a duras penas podía disimular su gesto radiante. Esta california­na, hija de madre tamil (etnia hindú) y padre jamaicano, abogada, senadora y fiscal general de California hasta 2017, es la primera mujer en ocupar la vicepresid­encia de los EEUU, esto es, la funcionari­a electa de más alto rango en la historia norteameri­cana. Ojalá sirva de antídoto contra la contaminac­ión populista que enturbia su país y también el mundo. En estos tiempos tóxicos de bruma y crispación, no parece una mala combinació­n el tono sereno y veterano de Joe Biden y la sonrisa entusiasta de Kamala Harris. ●

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain