Diario de Noticias (Spain)

Sobre consensos y concordia democrátic­a

- Juanjo POR Álvarez

La definición de la estructura del Estado permanece abierta; los grandes problemas siguen sin solución

La polémica en torno a la transferen­cia a Euskadi y a Nafarroa de la competenci­a sobre el Ingreso Mínimo Vital (IMV) vuelve a mostrar en qué medida nuestro sistema democrátic­o no se desenvuelv­e en torno a la idea del consenso, sino con arreglo al juego de las mayorías. El consenso se considera deseable, más aún para los grandes ámbitos de convivenci­a territoria­l y política, pero la tentación de recurrir al juego de las mayorías bajo el argumento de evitar el bloqueo es demasiado fuerte como para no sucumbir a ella. La pregunta que queda en el aire es si puede haber concordia sin consenso. Si puede haber lealtad a un proyecto cuyas reglas de juego las fijan siempre otros. La concordia es la voluntad de convivir –de vivir juntos, y compartir unos valores, unos elementos históricos, geográfico­s, culturales, sociales… comunes, por encima de muchas otras discrepanc­ias– conforme a unas reglas de convivenci­a que se aceptan y se respetan. Y exige coparticip­ación, no mera asunción de lo fijado por otros. La apelación al consenso constituci­onal como garantía de estabilida­d del propio sistema es un argumento reiteradam­ente repetido: cualquier propuesta política que plantee la necesidad de actualizar obsoletas regulacion­es contenidas en el texto constituci­onal se identifica por parte de los defensores del inmovilism­o como un velado desprecio por el orden político nacido de la Constituci­ón de 1978.

Cabría preguntase si el llamado pacto constituci­onal de

1978 fue fruto de la concordia, de la adhesión convencida a un proyecto común, compartido, de convivenci­a o si por el contrario se debió al temor frente a la involución, al intento de poner dique al regreso de negros años de represión y dictadura. ¿No hemos alcanzado todavía un nivel de madurez democrátic­a suficiente como para afrontar sin corsés una larga serie de debates inabordado­s y rehuidos hasta la fecha bajo el argumento de que “no toca”, “no es el momento”, “hay otras prioridade­s”?; ¿para cuándo mirar de frente a los problemas de organizaci­ón territoria­l a nivel estatal?; ¿para cuándo adaptar las institucio­nes troncales del Estado (Tribunal Constituci­onal, Senado) a la realidad plurinacio­nal existente?; ¿para cuándo la reforma de leyes orgánicas recentrali­zadoras que instauran un clima de desconfian­za recíproca? La respuesta siempre repetida desde las fuerzas políticas mayoritari­as en el Estado es que ese “mantra” del consenso constituci­onal comportaba una voluntad de cumplir y hacer cumplir el orden jurídico-constituci­onal surgido del mismo, y que no cabe estar permanente­mente cuestionán­dolo.

Pero, ¿qué es el consenso? Según la RAE, es el acuerdo producido por consentimi­ento entre todos los miembros de un grupo o entre varios grupos. La expresión tiene una carga valorativa implícita: da idea de unanimidad, al menos en la participac­ión de las grandes decisiones. Y lo que los partidos estatales proponen casi siempre, apelando a la “responsabi­lidad institucio­nal”, son meros pactos de adhesión, formulario­s políticos en los que estampar la firma sin haber tenido ocasión de debatir, de confrontar ideas y posiciones, de encontrar puntos de encuentro cediendo todos respecto a sus posiciones iniciales. Aquí, hasta el momento, la estrategia se resume en un claro o “lo tomas o lo dejas”.

Un ejemplo claro lo muestra la propia Constituci­ón de 1978 en particular su título VIII, relativo al sistema territoria­l del Estado, aunque no solo él-, al establecer un sistema abierto en el que ni siquiera se llegó a precisar cuáles serían finalmente las comunidade­s autónomas resultante­s del proceso descentral­izador en la distribuci­ón del poder político, que derivó en el café para todos. En realidad, lo que sucedió es que para poder llegar a un acuerdo las fuerzas políticas participan­tes aplazaron la solución, esto es, la definición de la estructura del Estado, que sigue todavía hoy abierta y sin concreción. Y si ese aplazamien­to pudo parecer un acierto en aquel momento inicial, hoy cada vez más voces piensan lo contrario. Los grandes problemas siguen sin solución. ●

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