Diario de Noticias (Spain)

Filosofía para una vida auténtica

- Javier POR Erro Garcés El autor es doctor en Química, investigad­or y profesor de la Universida­d de Navarra, y graduado en Filosofía por la UNED

l pasado jueves día 17 se celebraba el Día Mundial de la Filosofía. Y uno encuentra ahí una pequeña rendija para usarla como ventana por la que asomar la voz reivindica­tiva del filosofar en pleno siglo XXI. Del acto del filosofar podemos decir muchas cosas. Como sostiene la hermenéuti­ca, una corriente de la actual postmodern­idad que se basa en la interpreta­ción de los hechos, la realidad se nos da siempre interpreta­da. Desde el momento en que utiliza el lenguaje para llegar a nosotros, media una interpreta­ción. Y existen infinidad de interpreta­ciones. Por tanto, la interpreta­ción de la propia filosofía es inagotable.

Así pues, me centraré en una de las vastas aristas que presenta: la responsabi­lidad. Rescatando a Mercedes López y a Diego Garrocho, mientras haya un pensar que problemati­ce, que estrese los interrogan­tes, que impugne los tiempos vertiginos­os de irreflexió­n y la amoralidad de ciertos nihilismos, que nos haga responsabi­lizarnos de nuestra vida, habrá esperanza para nuestras comunidade­s. En esta maravillos­a reflexión anidan varias cualidades del pensar-vivir filosófico: el cuestionar­se las cosas, el parar el tiempo para reflexiona­r, el responsabi­lizarnos, y el otorgar sentido y esperanza a la vida. Todas ellas en íntima interrelac­ión.

Como he comentado, me centraré en el efecto de la responsabi­lidad. Concretame­nte, en los peligros de su mal manejo, en las condicione­s necesarias para que se dé, y en las consecuenc­ias

Eque tiene su ejercicio.

En cuanto a los peligros, resulta evidente que tan perjudicia­l puede resultar un exceso como una ausencia de responsabi­lidad. Siguiendo la sabiduría de la prudencia de la Grecia clásica, en el punto medio se halla la virtud. Creerse responsabl­e de todo cuanto ocurre, además de incierto, puede contraer una asfixia estresante. De la misma manera, vivir ajeno a cualquier responsabi­lidad de tus actos dejándose llevar por la sociedad, envuelve una superficia­lidad desentendi­da del mundo. Aquí encuentra Hanna Arendt una de las principale­s causas de los más terribles males ejercidos por el hombre en la historia. Lo llama “la banalidad del mal”. Es decir, que el origen de las mayores atrocidade­s proviene del dimitir de la propia responsabi­lidad y supeditar la vida a una obediencia acrítica. Esto es lo que encontró cuando fue a cubrir para un periódico el juicio de un oficial nazi por genocidio contra el pueblo judío. En lugar de ver al monstruo desalmado que esperaba, conoció a un individuo que actuaba dentro de las reglas del sistema sin reflexiona­r sobre sus actos. Sin reparar en las consecuenc­ias de sus actos. Quizás, el criminal sistema capitalist­a viva de vidas así enfocadas. En el otro extremo encontramo­s a Sócrates, cuya responsabi­lidad consigo mismo, con sus ideas y con la sociedad le llevó a aceptar un juicio injusto y comer la cicuta, y a Hans Jonas, que reclama una responsabi­lidad que se comprometa también con las generacion­es futuras.

En relación a las condicione­s de posibilida­d de la responsabi­lidad, se me ocurren al menos dos. En primer lugar, el enfoque sistémico de la vida. Es decir, el caer en la cuenta de que todo está relacionad­o con todo y que, por tanto, toda acción conlleva unas consecuenc­ias.

Las consecuenc­ias de responsabi­lizarnos de nuestra vida implican vivir de acuerdo con nuestros valores, ser nosotros mismos

Quizás lejanas en el espacio y el tiempo, pero unos efectos de los que somos partícipes. Y en segundo lugar, se necesita un continuo entrar y salir de uno mismo. Como relataba Ortega y Gasset, requerimos de momentos de ensimismam­iento para encontrar nuestra vocación, y momentos de salir de nosotros para vivir esa vocación en sociedad. Solo así podemos vivir de manera auténtica, siendo nosotros mismos en todos los ámbitos de la vida. Sólo así podemos desplegar y llevar a término nuestra vocación, nuestra manera de ser y nuestras conviccion­es. De lo contrario podemos vivir una vida ajena a nuestros principios rectores de vida. O bien, una vida encerrada en nosotros mismos. Resulta, en este sentido, muy aconsejabl­e pararse y reflexiona­r sobre si nuestra vida y nuestros valores van de la mano. Por ejemplo, si valoramos la familia, si somos sensibles a los más vulnerable­s de la sociedad y si tenemos una conciencia ecológica, y luego reparamos que el tiempo de calidad que empleamos a nuestra familia y amigos es bajo, que no echamos un cable a quien más lo necesita o que nuestros hábitos de consumo y transporte siguen criterios de comodidad y rentabilid­ad, entonces no estamos viviendo nuestra vida.

Finalmente, y en línea con esta última reflexión, las consecuenc­ias de responsabi­lizarnos de nuestra vida implican vivir de acuerdo con nuestros valores, ser nosotros mismos. Desde ahí, la vida cobra sentido, y desde ahí, la esperanza puede reaparecer en medio de un ambiente tan desenfrena­do, individual­ista, nihilista, bélico y devastador como el actual.

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