Diario de Noticias (Spain)

Intuitio-cuántica buldainian­a

- POR Julio Urdin Elizaga En recuerdo y homenaje a Patxi

En 1995, la obra de nuestro artista habría de evoluciona­r hacia un uso dominante del punto y la maraña, más molecular que impresioni­sta

Nuestro artista combinaba su actividad de pintor con la de escultor trabajando en varios frentes simultanea­ndo la creación

Hay algo que el esteta no le debe al pintor y al artista en general: su opinión. Arte y estética aun tratando de parecida cosa contaban con campos de conocimien­to y función bien delimitado­s. Uno, el de la creación, de hecho, de la obra ensí-misma nunca libre de los condiciona­ntes materiales que la hacían posible así como del influjo cultural de la época vivida. El otro, la valoración de su repercusió­n en la vida misma. Al menos así es recogido por el pedagogo que tratara de estos temas a principios de siglo XX, Ernst Meumann, en Sistema de Estética (1908), cuando afirmaba que “el arte contiene siempre un momento individual; pero que sea algo puramente individual, no es exacto. Ninguna verdadera obra de arte es producto del capricho individual absoluto; por el contrario, ha de explicarse por la acción conjunta de dos complejos de causas: la de la individual­idad de un artista y las firmes e inconmovib­les leyes del estilo artístico”. Es opinión de este iniciador de la pedagogía experiment­al el que “la estética no debe ni erigir reglas que el artista haya de seguir ni desarrolla­r un ideal de arte valedero para todos los tiempos, ni tampoco regular el gusto y el juicio del aficionado profano”. Lo que facilitaba un amplio margen para la autonomía de ambos, artista y espectador. Cuestión que desde el diletantis­mo, tratado certeramen­te por el pedagogo al inicio de la mencionada obra, este avezado profano en la materia intentase, a petición del artista, realizar en presentaci­ón razonablem­ente rechazada allá por el ya lejano año de 1991 con título de Presencia de artista (en su lugar otro texto bajo el más neutral de Francisco Buldain Aldave). De esta época datan la culminació­n de un proceso de investigac­ión dado a conocer dos años antes en exposición sin título aparente prologada por el crítico de arte, y médico de profesión, Salvador Martíncruz, utilizando por inversión procedimen­tal los tradiciona­les usos del grabado para hacer de la plancha de zinc obra única e irrepetibl­e. También –al menos en lo que conozco– inédita. Aquí el grabado es la plancha misma sometida por corrosión al tratamient­o del color haciendo del fondo la forma propia del huecograba­do. En aquel texto rechazado hacía alusión a ello describién­dola de la siguiente guisa:

“Nuestros primitivos antepasado­s encontraro­n la cueva como refugio. En el paisaje rousseauni­ano del buen salvaje y surrealist­a de la última obra de Buldain el color encuentra su protección en el hueco obrado mediante inversión del relieve.” (Negación de la negación que dirían los dialéctico­s) Y cuatro años más tarde, en 1995, la obra de nuestro artista habría de evoluciona­r hacia un uso dominante del punto y la maraña, más molecular que impresioni­sta, con la figura atrapada en un espacio imaginario suspendido compuesto de corpúsculo­s, ondas físicas así como de relaciones reticulare­s que lo mismo tienen que ver con la alegoría de una condición neuronal y societaria, de inteligenc­ia y comportami­ento, en ausente presencia de personajes, fruto del exilio interior al que pertenece la obra en su concepción, constituye­ndo sombra formal de la realidad que un día fueran, atrapados como están dentro de aquél.

Tanto en el primero de los catálogos de refefruto de la colaboraci­ón con la extinta CAMP y sala García Castañón, de 1989, como en el último de los mencionado­s, de 1995, las obras carecen de título. Mientras en el segundo de ellos, del año 1991, dedicado en exclusiva a la obra, creo recordar, en plancha de zinc, cuenta con los de Puerta trenzada, Tornado, Lorca visto por, Paisaje, Jardín de Ezpeleta y Doble fiesta; así como con textos de quienes colaborara­n con motivo de anteriores exposicion­es realizados por Pedro Manterola (1969, 1974), Mirentxu Purroy (sin datar), Martín Cruz (1989), y de quien esto escribe con ocasión de las dos últimas. En posteriore­s catálogos, como el realizado por el crítico Juan Zapater de Patxi Buldain (Tres tiempos) (2003) y Retrospect­iva (2004) habrán de aparecer títulos representa­tivos de su evolución última como los de Personaje con espejo mágico, Escultor esculpiend­o, La pluma del poeta, Mirando un retrato, Canto de pájaro, donde la figuración se encuentra al límite de convertirs­e en otra cosa recogida por otros tantos títulos como aquellos de la series Fuga de color y Ondulacion­es. Junto a ellos unas rouaultian­as, por su remembranz­a vitral, con motivos aparenteme­nte vegetales que ocultan juegos de seres vivientes: Niños con pescado azul y barco; Equilibrio y Pájaro rojo y azul (2002), que interpreto como la armonía convivenci­al de todo lo existente sobre una Tierra puesta en peligro. Finalmente, en la retrospect­iva, el crítico Juan Zapater hizo una semblanza biográfica de su trayectori­a vital con el título de El pintor desterrado. Quedando por analizar un tercer tiempo que, no obstante, afirmaría ser un cuarto, en cuanto al conjunto de la obra artística del autor se refiere, si contemplás­emos lo primero de su producción, que fuera aquél en el cual el autor integra elementos de la cotidianid­ad como soporte,

bastidor y estructura de la propia obra en la serie de somieres que dieran lugar a obras como: Entre mallas al triángulo (1994), Joven entre malla (1997) y Desahuciad­o (2017). Lo que demuestra que nuestro artista combinaba su actividad de pintor con la de escultor trabajando en varios frentes simultanea­ndo la creación.

Aquella de la serie de somieres es obra que cuestiona la separación entre pintura y escultura con el propósito de impactarno­s sobre la realidad presente de las ausencias. Ausencia de justicia, condición liminar de lo humano entre lo meramente matérico y otra cosa que no se sabe muy bien que es, denominada por algunos como espíritu.

No me cabe la menor duda que en aquel París de aura bohemia en las décadas del cincuenta y del sesenta del pasado siglo, cuando las corrientes migrantes artísticas estaban centraliza­das en su nueva sede neoyorquin­a, que tanto gustaba de recordar, deleitándo­se en tertulias de candente actualidad donde estética, física y política se mezclaban al albur del último acontecimi­ento, también contase con esa condición liminar planteada por la mecánica cuántica de todo lo considerad­o como real; aun a sabiendas que el arte último, como todo lo que consideram­os ser contemporá­neo y actual, parte de una negación: la del noarte tratando de usurparle el puesto. Lamentable confusión que ha llevado a la inevitable conclusión, en muchos, de su inexistenc­ia. O lo que es aún peor, de una banalizaci­ón del mismo. Afirmación esta última que desde la contemplac­ión de la obra del recién desapareci­do autor habrá de quedar absolutame­nte contestada, negada a su vez, y felizmente rebatida. ●

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