Lipovetsky en la sala
debate de sobremesa, las mentiras piadosas y los autoengaños.
Como si de la adaptación de un ensayo de Lipovetsky se tratara, Non-fiction reparte las cartas de sus múltiples conceptos de divulgación intelectual de actualidad entre un editor (Canet) que se debate entre el viejo mundo analógico y la (falsa) promesa del libro electrónico, su mujer (Binoche), una actriz atrapada en su papel de estrella popular de una serie de televisión policiaca, un escritor (Macaigne) algo desastre y un poco patético aferrado a sus tics autobiográficos y la pareja de éste (Gillibert), asesora de un político honesto.
Son estos los cuatro personajes centrales que Assayas cruza en distintos encuentros, relaciones, caminos y etapas, personajes de una verbosidad infatigable que comparten con su entorno, siem- pre intelectual, una misma devoción por el debate o la ref lexión en voz alta sobre el devenir de un presente extraído de una revista cultural de tendencias.
Mucho más interesante (y divertida) cuando se deja de parloteo teórico-didáctico para acercarse a la personalidad hipócrita, irritante, infiel y falsaria de sus criaturas, Non-fiction no termina de situarse nunca, como ocurre a veces en el cine de Assayas, en un centro sólido desde el que reposar y exponer mejor su discurso centrífugo sobre el presente en marcha. Se agradecen eso sí los chistes a costa de Haneke o de la propia Binoche, aunque a la postre todo el brillante artificio reflexivo, el innegable brío narrativo y su propia puesta en abismo terminen por parecernos demasiado condescendientes con aquello de lo que habla. Mientras parpadeaba en la pantalla este acto de derribo de la Transición a uno le daba por pensar en el cine político de aquella época, en la generosidad, por ejemplo, de cineastas como los hermanos Bartolomé, ellos que ya en caliente supieron de las renuncias y los apaños –qué dos subtítulos aquellos: “No se os puede dejar solos”, “Atado y bien atado”– en la complicada y tumultuosa coyuntura. Allí, eso sí, hablaban los españoles, y vaya españoles, y los vibrantes trazos recogían esa energía de la virtualidad a la que se llega desde el respeto, más allá de que los sostuviera un sesgo ideológico.
Teatro del Barrio no tiene ya que preguntarle nada a nadie, y las metamorfosis son aquí las propias que genera el huis clos teatral, donde los actores interpretan a las personalidades en tanto que fantasmas funestos (Juan Carlos, Felipe VI, Suárez, González, Franco, Carrero, Cebrián...) que poseen por turnos al trío protagonista. Este ritual, como era de esperar, no recuerda a Oshima o Pintilie, tampoco a nuestro Regueiro, huérfano como está de cualquier pensamiento formal o rítmico. De haber existido, por otro lado, hubiera puesto en peligro la eficacia de la arenga. En dos o tres ocasiones, Euforia parece que se va a desligar del guión trillado y mil veces visto –el filo del abismo, en este caso la enfermedad terminal, como lugar y tiempo de la posibilidad de encuentro de los que siempre se han obviado, dos hermanos contrapuestos–, pero no lo hace. Son raptos, pequeñas fugas (un sincopado viaje a Lourdes), extraños momentos (una pelea interrumpida por un pez que cae de la boca de una gaviota), que tienen que ver con los actores, con la libertad y la apertura a los ruidos del plano. Valeria Golino, actriz sobre todo, sabe que ahí se juega algo importante, pero no parece demasiado interesada en explorarlo hasta sus últimas consecuencias.
Así, le queda el melodrama, un mullido colchón sobre el que tender a esta familia y amigos entre-conf lictos, todos con sus razones, como decía el viejo patrón Renoir, pero ya condenados de antemano a no poder elegir la escapada, salir del entramado. El audiovisual, al menos, les dejará varios rifirafes e intensos careos, esa gimnasia que adoran los intérpretes cuando tienen la red debajo.