Un viaje en falso
manga; ese sería el “enigma Maya”. Un off sugerente (el protagonista viene de ser secuestrado en Siria), una notable falta de interés por los diálogos –desastrosos hasta lo sublime–, nulo misterio fotogénico en la joven protagonista... todo listo para el salto en el trampolín hacia el viaje iniciático, un dejarse llevar por el cine debajo del cine; pero nada. Sólo unos cinco segundos –que son muy Benoit Jacquot, por otro lado– en los que se revela una bonita transición sin solución de continuidad desde un arrabal parisino de población hindú a la India
Hansen-Love incluso lucha por boicotear ese pasaje –cambia al protagonista de lugar en el coche, le hace crecer la barba unos días–, pero ni ella puede aligerar el momento de su rara belleza, ni rebajar las implicaciones del tránsito.
No es que antes, ya en sus mejores filmes, Tout est pardonné y Le père de mes enfants, no se hubiera la cineasta ausentado de sus obligaciones, pero quizás aquí resulte más doloroso por desperdiciar el suplemento sensorial de la India, y debido a que a ese destino se llega interesadamente rápido, orillando la seriedad del tema del terrorismo islamista y convirtiendo en peleles al resto de personajes parisinos, incluido el bueno de Alex Descas. ¿Todo para qué? ¿Para devolver al cine su capacidad de registro y anudamiento entre cercanías y lejanías? ¿Puede que un poco de pensamiento? No. Hansen-Love quiere, o eso parece, dar una lección “en teoría”, quedar cerca de una chica joven pero ya madura, tal vez sabia (el yoga, los indios...). El pequeño problema es que se olvida de filmarlo. A pesar de las reticencias iniciales, Amin va conquistando poco a poco en su tono sobrio y despojado, en su sencillez narrativa transparente, fluida y anti-psicológica, ese loable propósito de hablar de la inmigración (en Francia) desde el otro lado de las estadísticas y los informativos, acercándose y poniéndose a la altura de sus personajes, liderados por el Amin del título, un trabajador de la construcción senegalés que se gana la vida como puede y que anhela volver a su país con su mujer y sus hijos más allá de las visitas vacacionales. Más aun, la película de Faucon se adentra en un territorio tabú como la relación sentimental y sexual entre el inmigrante negro y la mujer blanca (Emmanuelle Devos, extraordinaria como siempre) sin explicaciones ni concesiones al morbo, abriendo el relato a otras realidades y perspectivas que inciden en la intimidad, la soledad, el deseo o la culpa como factores normalmente eludidos en otras aproximaciones cinematográficas al tema.
Aunque lejos de la precisión fabuladora y la riqueza formal de un Kaurismäki, Amin tiene algo en común con el carácter humanista y político de las últimas películas del finlandés. Del Billingham fotógrafo aún queda aquí demasiado, y el recurso del plano detalle, del encuadre delicado y la lírica microscópica hablan tanto del trabajo previo –la documentación de su propia familia– como de la insuficiencia presente: la dificultad de sostener la mirada, del trato con la duración.
No fue menos mala la infancia de Bill Douglas, tampoco se quedó corta la de Terence Davies –que también dejó que el celuloide inmortalizara a su sufrida madre–, pero ambos nacieron al cine como si éste empezara con ellos: una cierta pureza originaria desde la que narrar el despertar a la vida; milagros de la supervivencia. Billingham, por su parte, llega al mismo lugar con un parecido bagaje vital y un mayor dominio técnico, pero su autobiografía no supera la impresión de déjà vu, de valiosa mercancia con marchamo de cine de autor británico con inquietudes poético-realistas. Así, de las fotos de Billingham a su cine algo se amortigua y se pierde de vista. Posiblemente le haya faltado rodar “más feo”, como el bueno de Alan Clarke, con la focal corta, enseñando cómo los cuerpos atraviesan el espacio y agotan el tiempo, alguna diferencia en la repetición.