Diario de Sevilla

Mi querido Dios

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De ascendenci­a católica irlandesa, la escritora había nacido en Georgia, rodeada de lo que entonces se conocía como el cin

de mayoría protestant­e. En aquel paisanaje grotesco, a ratos hiperbólic­o como una alucinació­n, fueron frecuentes los vendedores de biblias y predicador­es ambulantes. Recuérdese que un autor apenas citado, Erskine Caldwell, oriundo también de Georgia, fue hijo de un pastor presbiteri­ano y ref lejó en sus polémicas novelas (

Se suele encuadrar a Flannery O’Connor dentro de toda esta literatura del profundo sur americano. Como es sabido Faulkner se convirtió en farero de esta generación literaria, si bien cada cual –y O’Connor la primera– siguió su propia andadura. De entre las damas del sur, junto a su nada admirada Carson McCullers, O’Connor logró una voz propia, inigualabl­e, que sigue atrayendo hoy por el misterio de su catolicism­o y la carga de profundida­d, a menudo indescifra­ble, de su ironía. Ser del sur y ser católica. Ambas facetas son irrenuncia­bles en su obra. Quienes sientan reparos por su sello católico, nada mejor que escucharla a ella. Dijo una vez que jamás su fe iba a malograr una buena historia. “Mi público son las personas que creen que Dios ha muerto”, dijo en otra ocasión en una de sus citas con doble vuelta.

Este Diario de oración hay que leerlo como una primera inmersión en su literatura. Lo escribió en los años ya referidos al inicio. Por entonces había viajado de su Georgia natal para cursar estudios en Iowa, en un ambiente social absolu- Cristo, a quien cita poco), Flanner y O’Connor le pide que le conceda la gracia. Quiere que Dios interceda en su mediocrida­d, que la haga buena escritora, pero que no le permita meterlo a la fuerza en su obra. En Iowa leyó a Kafka, Bernanos, Coleridge, Freud y, para ella, al más inf luyente de todos: el hoy preterido Leon Bloy.

Con Proust dialoga acerca del amor y el deseo, le refuta que no tenga una dimensión natural su anhelo, pero está de acuerdo con él en que sólo perdura el amor que no satisface. Detesta el “asqueroso romanticis­mo”, el enamoramie­nto vulgar (“Dios mío, arranca estos forúnculos, ampollas y verrugas del romanticis­mo enfermo”). Siempre tiene miedo a “las manos insidiosas que manosean la oscuridad de mi alma”. Y, puesto que se considera de mantequill­a, pide a Dios que la haga mística, tan pronto pueda, lo que recuerda a las ansiedades de Teresa de Ávila.

Su diario acaba con fecha de 26 de septiembre de 1947. Se reprueba a sí misma y considera lo escrito una impropia aproximaci­ón a Dios. “Hoy he descubiert­o que soy una glotona de galletas escocesas y de pensamient­os eróticos. No hay nada más que decir de mí”. Tres años más tarde, conocerá que ha contraído la enfermedad mortal: el lupus. Vivirá sus últimos años retirada en una granja de Georgia, acompañada de pavos reales y de gallinas a las que enseñará a andar hacia atrás. No deja de escribir hasta que muere sin llegar a los 40 años. Suponemos que lo hace en paz con Dios.

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